Cotejando, cotejando, el lingüista forense James R. Fitzgerald ayudó a confirmar que tras las cartas bomba y el manifiesto publicado en The New York Times se escondía Ted Kaczynski. Una pista proporcionada por el hermano del terrorista neoludita había despejado el camino al FBI. La reincidencia en un dicho popular (you can't have your cake and eat it too, algo así como el español "no se puede estar en misa y repicando"), que él estructuraba de una manera determinada, contraria a la más extendida, lo revelaron como Unabomber. Su manera particular de emplear el idioma lo traicionó. Lo delató su idiolecto.

Rigoberta Bandini le canta a su marido durante su boda.

Rigoberta Bandini le canta a su marido durante su boda.

Como el sociolecto, que destapa el origen y las ambiciones sociales de los hablantes, el idiolecto revela quiénes somos. Identifica el nombre y el apellido de quien emplea una lengua. Mi formato de subidioma preferido, no obstante, es la jerigoncilla propia de los novios, que, a falta de inventiva, llamo yo duolecto. Bajo el amor, las palabras se rellenan de otros significados, se forran de bolsillos nuevos, y con prefijos y sufijos ganan la habilidad de concentrar anécdotas, paisajes y años. En el enrejado léxico de los enamorados se comprime una vida entera. 

Rigoberta Bandini se ha casado y le ha cantado a su marido que siempre será su forever crush. A algunos les ha brotado la dermatitis seborreica al verla sujetar el micrófono y la chuleta. Les da repelús (o lo que narices signifique el emoji de la media sonrisa caída) que le diga que siempre será su amor platónico.

No hay que ser James R. Fitzgerald para entender que se refiere a que siempre lo admirará, le divertirá, la excitará. Pero ante la manifestación de la intimidad ajena siempre se irrita quien no conoce de cerca algo como lo exhibido. Les molesta, también, que haya contraído matrimonio, aunque lo haya hecho civilmente y con un tul de princesa, enigma cuya resolución tampoco exige la presencia de Grace Coddington.

Con dos oídos y dos ojos, cualquiera comprende que aquel pastelón de tela estaba cosido de ironía. Pero el cringe les aplasta el cerebrito. Uno por ahí la ha llamado "otra terfa clasista más" y otra ha dicho que "in Spain we call it ranciedad". Les resulta delirante que "la aclamada feminista" haya cedido a una institución "machista". Bueno, se acabó, rasrás. El póster que venía con Súper Pop ha sido arrancado de la pared.

Las bodas siempre implican algo de espectáculo. No se idean sólo para quienes contraen matrimonio, sino para quienes los acompañan. Lo tengo fresco porque me casé hace dos meses. Yo alguna vez había querido hacerlo en secreto, un día cualquiera, mañana mismo, vestidito marfil de Vestiaire Collective, acabar en una hamburguesería que no cuele lechuga a sus sándwiches y luego pasar un rato, tampoco hasta las tantas, sólo mientras sea divertido, bailando pop y reguetón.

Las tradiciones no encofran valor sólo por haber conseguido atravesar el tiempo. Pero algunas logran que, al alcanzarse ciertas expectativas, nos engranemos con nuestro origen. Cuando se es consciente de qué y por qué se aceptan y prolongan, la tradición no la devora a una, sino que una se adueña de ella.

Lo de "machista", no obstante, me flota sobre la pupila en quinientos colorines, como si acabara de mirar directamente al sol. El matrimonio (heterosexual, el único que naturalmente puede llegar a ser "machista") no queda nunca determinado por el formato de la relación. Son sus integrantes los que les ponen el adjetivo.

Si el marido no sabe dónde se guarda el producto friegasuelos, quizás haya en la relación un desequilibrio. Si no sabe qué marca de leche se compra en casa, tal vez vivan en desnivel. Si él no ha asistido jamás a la fiesta de fin de curso y no recuerda siquiera el nombre de la tutora de los niños, parecería que la relación no puede aguantar una hora de puntillas.

Si conoce todo aquello, si no espera que por su cara de hormigón la cena esté hecha y la basura sacada, si no se queda ella con la niña mientras él se va a jugar al futbito y al pádel dos veces a la semana sin ninguna compensación, tal vez no. Sólo las lindes y las veredas de una relación pueden definirla. ¿Qué asegura encontrar mayor igualdad en una relación abierta (donde una de las partes normalmente propone a la otra dejar la puerta encajada y en la que la atención, que no es sino la aplicación del amor, se atomiza) que en una estructurada por dos? El amor siempre vincula, por fuerza y por naturaleza. 

El amor es un don, algo que no se elige, sino que se recibe, casi un talento, como lo es cantar bien, una piel sin puntos negros o saber hacer de cabeza divisiones con decimales. No hay, por lo general, mérito en hallarlo y convertir su persecución en objetivo de vida encamina a la amargura. El amor no se busca. El amor se encuentra.

Escribía Didion que el matrimonio es tiempo y su negación. Desde la veintena, cuenta en El año del pensamiento mágico, siempre se había visto a través de los ojos de John, benevolentes, miopes al paso del tiempo. Ahora que su marido había muerto, se sentía de golpe mayor. Con él al lado, los años se habían elidido. Sin él, los años le jarreaban sobre la espalda. De golpe supo que los demás la veían como una anciana viuda. En su matrimonio siempre había sido joven. O al menos, la misma. La muerte del otro, redondeaba, es también la propia. 

Parte del disparate de quien le ladra a Rigoberta Bandini nace de trasfundir la jerarquía de valores personal a su artista favorito de turno y pretender que se limite a su representación, como si fuera un político con el deber de interpretar y ejecutar la voluntad del pueblo. El despropósito es también no haber salido del ídem mental y empeñarse en que sólo la propia es la idea correcta de la felicidad.

La necedad es permitirse estar tan henchido de hiel que te amargue la miel ajena. Quién no querría ser joven hasta la muerte. Aunque incluya una canción con las palabras forever crush.