Mortadelo y Filemón la han vuelto a pifiar. Pero esta vez no aparecen huyendo en la última viñeta. No les persigue ni el Súper ni el profesor Bacterio. Ni siquiera la señorita Ofelia. No leemos "berzotas", "merluzo" ni "burricalvo".

Los agentes de la TIA son citados por sus superiores. El enésimo fracaso de una misión en sus manos va a ser tratado desde la óptica de la empatía. Vicente no piensa afearles que Chapeau el Esmirriau se les escapase poniendo en peligro la seguridad ciudadana. Está en pleno proceso de deconstrucción del alto funcionario en materia de Inteligencia y eso pasa por ahorrar todo episodio de ansiedad que amenace con nublar el horizonte de sus subordinados.

Portada de un libro recopilatorio de Zipi y Zape.

Portada de un libro recopilatorio de Zipi y Zape.

Zipi y Zape ya no dan con sus huesos en el cuarto de los ratones. Don Pantuflo Zapatilla, que ha sustituido la cátedra en Filatelia y Colombofilia por la psicopedagogía, ha optado por instalar en el hogar familiar una sala de reflexión asamblearia (no fue fácil convencer a doña Jaimita).

En el nuevo habitáculo, el padre, que ha cambiado el batín por un poncho-manta con mensajes motivaciones bordados, desafía a sus hijos. De ningún modo piensa imponerles un castigo. Pero, si consiguen citar algún ser vivo sobre la tierra que haya podido sacar un aspecto positivo de su última trastada, está dispuesto incluso a recompensarles con alguna clase de incentivo.

Quién sabe si un vaso de kombucha con la cena.

Los hermanos se preguntan si eso incluye al Manitas de Uranio, que ha conseguido salir corriendo calle abajo mientras el gendarme Ángel se zafaba como podía del petardo que ellos mismos le lanzaron.

Manolito es un niño de la infancia que vive en Carabanchel (alto). Le llaman Vista Corregida. Su carácter desenfadado observando el mundo que le rodea provoca una mezcla de impaciencia e hilaridad en los adultos de su entorno, que se han acostumbrado a que el chaval no mencione jamás a su hermano por su verdadero nombre. Para él siempre será el "pequeño ser de luz", porque fue en lo que pensó que estaba destinado a convertirse en cuanto escuchó su primer llanto.

Roald Dahl.

Roald Dahl.

Su mejor amigo, Oyente López, recibe el remoquete por su empática predisposición a escuchar los problemas ajenos (no hay que hacer caso a las malas lenguas que señalan al tamaño algo superior a la media de sus pabellones auditivos). Susana se ha quedado sin alias. Pero si algún día recibe uno, jamás habrá que buscar el origen en la limpieza de su ropa interior.

El Capitán Trueno ha enmarcado la espada en el salón. El elemento resulta accesorio en un nuevo hombre que ha sabido despojarse de todo resabio de masculinidad tóxica. Ahora está más ocupado buscando los ingredientes de los menús que le confecciona Goliath, premio Healthy Food al nutricionista del año 2022. Su muslito de vaquita vegano tiene lista de espera en el reparto a domicilio de Malasaña.

Todo disparate parece adquirir carta de naturaleza cuando se leen noticias como la que afecta a la obra de Roald Dahl en Reino Unido. El sello que tiene sus derechos ha efectuado centenares de cambios en su prosa para hacerla más inclusiva. Las referencias expresas a "hombres" o "mujeres" se sustituyen por "personas". Se acabaron los niños gordos y las picadoras de carne. Cambian hasta las lecturas de Matilda: de Rudyard Kipling a Jane Austen.

"Las palabras importan", inserta la editorial a modo de aviso. "Las maravillosas palabras de Roald Dahl pueden llevarte a mundos diferentes y presentarte a los más fantásticos personajes. Este libro se escribió hace muchos años, de modo que revisamos con regularidad su lenguaje para asegurarnos que hoy pueda seguir disfrutándose por todos". Hablan de otro autor, pero es difícil no pensar en Ray Bradbury.

No es una de las obras más conocidas de Dahl, pero sí una de las lecturas más felices de mi infancia: Cuentos en verso para niños perversos (Revolting Rhymes, 1982). Una reinterpretación paródica de algunas de las historias infantiles más trilladas. Para que se hagan una idea, los enanitos de Blancanieves son siete jockeys totalmente enganchados a las apuestas. El libro me fascinó sobre todo por un motivo. Entendí al vuelo que el autor me estaba tratando como una persona inteligente.

En el fondo, esos adultos obtusos que se interponen entre el autor infantil y su público objetivo son un homenaje involuntario al propio literato. Parecen sacados de cualquiera de sus novelas. Que no son obras caracterizadas por sus desenlaces complacientes, por cierto.

Guarden las ediciones originales.