Nos da miedo llegar a ancianos pero más miedo no llegar a serlo. Nos da miedo llegar a viejos aunque sepa más el diablo por viejo que por diablo. Nos da miedo el tremendo epílogo, esos largos y lentos años de redoble de tambor hasta que la muerte nos expulse del mundo como a un órgano mal trasplantado. Nos dan miedo los progresivos cambios en la casa, yo los he visto llegar, inexorables. Cuando empieza a oler hospital, cuando la bañera se cambia por un plato de ducha, cuando se instalan unos asideros al lado del retrete. Y la imagen de derrota que devuelve el espejo a quien fue tan fuerte y autónomo, a quien fue tan guapo y valiente.

Concha Velasco.

Concha Velasco.

No es una maldición, es un destino. El nuestro, el de todos. Caminar hacia la debilidad, hacia la vulnerabilidad que una vez nos fue nativa. Sentirnos niños otra vez, dependientes pero ahora sin vigor casi ni para llorar a gritos, para vociferar que queremos escapar del cuerpo esclavo, de la cáscara que amenaza inservible para poder volver a correr los campos verdosos y diáfanos al caer la tarde.

O así es como imagino yo la libertad. O aquel deseo pop adolescente de coger tu viejo coche, el que ya no te dejan conducir por tus problemas de vista, y conducir hacia ninguna parte escuchando una y otra vez tu canción favorita. Esa emancipación. Ese desquite. La posibilidad de la huida.

Nuestro futuro, si es que llega, lo sabemos, es inmóvil. Artítrico. El futuro nos espera en una silla de ruedas si es que nos deja vivir antes todo lo que queremos vivir, si es que tiene ese detalle. Y me conmueve y me devasta pensar en una mujer tan luminosa como Concha Velasco conociendo en sus carnes ese estado decadente. Ella que tuvo siempre las piernas más bonitas de España. Son valiosas todavía. La han ayudado a llegar hasta aquí.

Ahora vienen los biempensantes ibéricos (hipócritas como en la canción de Dama, dama de Cecilia) a cuestionar a los hijos de la Velasco y a señalar su falta de escrúpulos, las estrechas hechuras de su corazón, por haber metido a su madre en una residencia de ancianos, con lo bien que estaría viviendo con ellos.

Es injusto y miserable dar por hecho que cualquiera tiene la capacidad y el conocimiento de cuidar como se merece a una persona mayor con sus padeceres complejos y específicos. A nadie le parece una deshonra estar ingresado en un hospital cuando lo necesita. Es salud y es seguridad. Es más beneficioso para el anciano estar en una residencia amparado por mil ojos y un equipo médico a estar en casa bajo la atención de los suyos, y de una, o dos, o tres internas a la semana.

Digo yo que esta obsesión de cierta gente por mantener a los ancianos en casa, cueste lo que cueste, debe venir de un fleco católico. Cierto afán por el sacrificio, por el santo sufrimiento, por la culpa, por la expiación, por la devolución en vida, entiendo, del amor y la entrega recibida de nuestros padres en la tierna niñez y adolescencia.

Yo creo que el dolor hay que tratar de minimizarlo, y que de lo que se trata es de reforzar la dignidad, que es un concepto mucho más ambicioso y sofisticado. A veces la dignidad se rasca teniendo un cuarto propio y propia intimidad, como puede suceder en las residencias.

O pasando con los que amas tiempo de calidad, no espesas horas de socorro obligatorio. O eligiendo cuándo estar solo y cuándo no. O decidiendo las visitas que te apetece recibir. La dignidad tiene que ver, a menudo, con conservar la volición. Y el espacio para seguir siendo uno mismo.

Hay muchos hogares españoles que no están preparados para atender a un anciano, ni por espacio ni por herramientas. Hay muchos ciudadanos que trabajan de sol a sol y que adoran a sus padres, pero no pueden pasar con ellos el tiempo que requieren.

Hay muchas mujeres explotadas, porque la cuestión de los cuidados a ancianos conlleva una fuerte perspectiva de género, tratando de ser superheroinas y haciéndose cargo de sus hijos, de su marido, de sus padres enfermos y de su trabajo fuera de casa: que no siga recayendo sobre ellas este hercúleo peso.

Hay vidas diferentes y todas tienen espinas, más nos vale empatizar con los otros antes de que nos asolen sus mismas tragedias, sus mismas contradicciones, sus mismos dolores.

Quien sabe de soledad, sabe que hay muchas formas de estar solo, y la más frecuente es rodeados de gente. El problema aquí no es ese. Si tenemos libros y amigos que nos recitan poemas y seres amados y música y un cerebro ancho lleno de pensamientos con el que continuar nuestro largo soliloquio, aguantaremos. No es otra cosa la vida: que se alegren de vernos. Conservemos la ternura.