En el momento de redactar estas líneas quedan todavía unas cuantas calles del área metropolitana de Madrid por las que no ha pasado una máquina quitanieves y que permanecen decoradas (y de paso bloqueadas) con una costra de nieve que ya es hielo y puede alcanzar hasta medio metro de espesor. Ha transcurrido una semana de la nevada, y aunque haya helado con fuerza cada madrugada desde entonces, impresiona.

Además de impresionar, aísla a los vecinos que viven en esas calles y a bote pronto deja en evidencia a las autoridades, ya sean municipales (las encargadas en primera instancia de las vías públicas), autonómicas o estatales (con competencias en gestión de emergencias). En las conversaciones de estos días se escucha con frecuencia, y cada vez con más irritación, la pregunta "¿cuándo va a venir la quitanieves?".

Pero pasan los días y la quitanieves no viene, y en muchos lugares, salvo que los vecinos hayan agarrado pico y pala, la nieve sigue ahí.

Lo curioso es que en otros sitios, igualmente afectados por la gran nevada, la quitanieves hace días que ha pasado y la vida, aunque la capa de hielo siga cubriendo jardines y descampados, se desarrolla ya con cierta normalidad: pueden entrar y salir los coches, hacerse los repartos, etcétera.

Conozco de primera mano un caso de un municipio no demasiado grande ni rico, que ha llegado a limpiar incluso las calles interiores. He visto pasar su quitanieves hace cuatro días y he averiguado su secreto: era una simple excavadora, conducida por un operario resolutivo. Una pegatina la identificaba como propiedad de una empresa de construcción local. Se ve que en el municipio hay alguien que se ha movido para afrontar una emergencia como corresponde.

De manera que sí: quizá a algunos de quienes administran municipios mucho más poderosos debería caérseles la cara de vergüenza por tener vecinos aislados por la nieve durante una semana, y esta nevada ha puesto al descubierto su capacidad escasa de gestión ante un acontecimiento excepcional, frente al que carecían de planes de contingencia y una vez producido el suceso han demostrado que tampoco improvisar es lo suyo.

Pero al margen de sus responsabilidades, hay ocasiones en la vida, y esta década de los 20 del siglo XXI se está esmerando en recordárnoslo, en las que la autoridad se ve desbordada, el Estado superado y los mecanismos de respuesta comunitaria ante las dificultades incapaces de dar abasto a las peticiones.

Son momentos en los que uno no puede limitarse a irritarse con quien no le presta el socorro puntual que demanda, le conviene o necesita. Bofetadas de realidad amarga que nos enseñan que a veces no basta con repetir "que venga la quitanieves" para que la máquina aparezca y nos despeje el camino obstruido.

A veces, la quitanieves es uno, o no hay quitanieves. Más de uno lo ha (lo hemos) descubierto pala en mano en estos días: tanto para quitar la nieve que nadie vino a retirar como para ayudar a abrirle paso a la quitanieves, apartándole coches de en medio, o a terminar de hacer transitable el surco en bruto que despeja con su instrumento barredor. Y no es malo adquirir esa conciencia.

Vivimos en una sociedad que se ha hecho a pasar siempre el cargo y la carga a otro, infestada de personas que se consideran sólo clientes, incluso cuando se trata de recibir un servicio de una administración pública y sin importar cuáles sean las circunstancias en las que ese servicio se presta.

Frente a la gran nevada, como frente al virus y frente a los desafíos existenciales, una comunidad no es más que la suma de los brazos de quienes la forman. Quienes pagan los impuestos para sufragar la quitanieves y, si esta falla o no se supo proveer en tiempo y forma, agarran la pala y se aplican a la faena.