Esta semana, Martín Berasategui, el cocinero con más estrellas Michelin de España, ha participado en el congreso San Sebastián Gastronomika. Allí ha impartido una conferencia llamada “Perfeccionando la perfección”. Habrá a quien ese título le parezca exagerado e, incluso, pedante. A mí me fascina.

Solo una mente inconformista busca la excelencia una vez alcanzada y de sobras demostrada. Pasión y esfuerzo en una mezcla mágica. La aptitud no es nada sin actitud y disciplina. Entrenar hasta llegar al hábito.

El hecho de que alguien busque hacer su trabajo de la mejor manera posible constituye un acto de generosidad y una razón para ser admirado. Más cuando el resultado de esa perseverancia va a ser disfrutado por los demás, ya sea un besugo, una ópera o un trasplante. La satisfacción personal se convierte en celebración de muchos. Inteligencia y paciencia confabulando para procurarnos bienestar.

Quienes persiguen ser los mejores en lo suyo equilibran a los que se rebozan en la mediocridad día tras día, sin aportar ningún brillo a este mundo tan necesitado de fuegos artificiales. Esto ya está bien, a mí ya me vale, he cumplido los mínimos. Grises y planos. Se me antojan como La Nada de La historia interminable, como el pantano de la tristeza en el que Atreyu pierde a su caballo.

Tenemos por un lado a aquellos que no sueñan porque nada les hace vibrar, o porque creen que la seguridad (sea lo que sea eso) la da una carrera universitaria que detestan, o quizás están convencidos de que es imposible vivir de algo que te gusta, por más que la evidencia demuestre lo contrario. El funcionariado emocional precede al laboral y de ahí al vital. Generación tras generación, apanarrados y criticando a los que han pasado a la acción.

Otros se sientan durante siglos mirando al cielo y esperando a que la varita mágica aterrice en sus lindas cabezas, mientras les sale barba, trenzan excusas y se lamentan de su mala suerte. Más me gustaría a mí hacer algo de provecho, pero aquí me tienes.

Mientras tanto, los Berasateguis del planeta saltan por encima de los supuestos problemas, los convierten en oportunidades, se dejan el cuerpo y el alma desarrollando al máximo su talento y, cuando lo han conseguido, vuelven a empezar. Las sociedades solo avanzan gracias a individuos sobresalientes que no escatiman en esfuerzos. Ellos ven más allá del horizonte, diseñan la manera de llegar al arco iris y así nos permiten curarnos del sarampión, votar o llegar hasta Nueva York por el aire.

Los excelentes saben que, sin trabajo en equipo, no hay trabajo y eligen rodearse de otros tan tremendos como ellos, o más, porque no le temen a la mayor capacidad, es más, la buscan. No copian, no les queda tiempo, están demasiado ocupados siendo auténticos, yendo a lo suyo, enfocados en su norte particular, con la brújula afinada al máximo, sobrevolando lo ordinario. Su compromiso más importante es con los propios valores, la competencia es con uno mismo, todos deberíamos marcar la diferencia con nuestro yo de ayer.

El disfrute de lo bien hecho no es una cuestión de competitividad, sino más bien de espiritualidad. Elevar el listón no tiene que ver con superar a los demás, sino con demostrar interés por esto que somos, con no diluirnos en el aburrimiento del que se queda mirando en el rellano mientras otros suben al tejado. La experimentación con nuestra capacidad es de lo más divertido que podemos hacer en nuestra corta existencia ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que haya un cambio, que modifiquemos lo establecido para mejorarlo, que perfeccionemos la perfección.