Volver al gimnasio siempre es una derrota. Está asumido desde que lo retomé después del pequeño accidente del verano: un exceso de sentadillas me hizo pasar un tiempo por el hermano secreto de las kardashians. Desde enero he ido casi todos los días laborables, disfrazando el peligroso hábito de rutina beneficiosa, como si respirar el aire viciado de sudores dentro de un sótano fuese eso que llaman healthy.

La humanidad da un pequeño paso atrás cada vez que alguien espera su turno frente a una máquina de pectorales. Decidimos estabularnos voluntariamente, asumiendo que ordeñan nuestro sufrimiento a cambio de nada. Mugimos patéticamente, buscando respuestas a las promesas que alguna vez nos hicimos.

Las paredes están pintadas con eslóganes que hablan de lo felices que deberíamos ser y lo barato que nos cuesta intentarlo. Sonríen los modelos fotografiados como si acudir al gimnasio estuviera relacionado con algún paraíso nuevo, son las imágenes sagradas de nuestro peregrinaje, deberíamos aspirar a ser igual que ellos, ponerles alguna vela. El adjetivo low-cost repetido en autobuses, marquesinas y correos electrónicos es prácticamente un reproche: estás aquí porque no puedes pagar más, nos dice. Nuestro instinto nos haría abandonar aquel lugar depravado pero estamos anulados por una fuerza superior: el postureo.

Porque hay colas y selfies en ese lugar diseñado por Billy el niño, cambiando las porras por playlists bailables y los flexos de los interrogatorios por hálogenos deslumbrantes. Ya me gustaría estar a mí fuera de este turbio asunto pero reconozco que alguna vez me he mirado en los espejos, diciéndome cosas. O elaboro endiablas teorías en la soledad de la carrera a ninguna parte mientras miro la televisión. Jadeo viendo reposiciones de Los Serrano o Aquí no hay quien viva, siendo consciente de estar tocando fondo en ese preciso instante en el que me río con los chistes subtitulados.

Algunas chavalas confunden el lugar con una discoteca: la mezcla de sus colonias con mi olor posee la fuerza destructiva del antrax. Son heroínas capaces de mantener intacto el maquillaje en ejercicios que me obligarían a cambiar de camiseta. Lo noto al entrar, existe una nube interior creada por la condensación de los líquidos, unida la humanidad a dos metros del suelo en los gases evaporados. Desde la dirección —tres muchachos condenados a vivir en chándal— intentan contrarrestar el efecto de la huella asquerosa de nuestro ejercicio, poniendo o quitando el aire acondicionado según la estación, logrando una variante original, indoor, del clima tropical.

Amenazan los monzones químicos en el interior de mi gimnasio, nadie paga una cuota para decir el gimnasio. El aroma podría tumbar a Hemingway si Hemingway hubiera desperdiciado algún minuto de su vida en correr la cinta como si no tuviera más dignidad que un hámster.