El asesinato de Darya Duguina ha empujado mi memoria como director de periódicos, veintitrés años atrás, hasta aquellos días de septiembre de 1999 en los que recurrentemente llegaban noticias de atentados en Rusia que las autoridades del Kremlin atribuían a terroristas chechenos.

Al menos doscientas personas, la mayoría civiles, murieron ese mes en media docena de explosiones diseminadas por el país. Casi a la vez crecían los rumores sobre la mala salud de Yeltsin y muchas miradas confluían en el ex primer ministro Primakov, cuyo Partido de la Madre Patria encabezaba todos los sondeos, de cara a unas probables elecciones legislativas.

Putin, al final del callejón sin salida de las democracias liberales.

Putin, al final del callejón sin salida de las democracias liberales. Tomás Serrano

Todo cambió cuando, en medio de la creciente indignación por la escalada terrorista, Yeltsin puso al frente del gobierno a un oscuro funcionario, hasta entonces director de la Oficina Federal de Seguridad (FSB) -heredera del KGB- llamado Vladímir Putin. Bajo su mandato y supervisión, las tropas rusas invadieron Chechenia el 1 de octubre, tomaron Grozni cinco meses después y establecieron un gobierno títere. Entre tanto Yeltsin dimitió por motivos de salud el día de Nochevieja y Putin le sucedió como presidente en funciones, siendo pronto refrendado por las urnas. De Primakov nunca más se supo.

La guerra, oficialmente denominada “operación especial antiterrorista”, duró nueve años, encauzando el ansia popular de revancha, inflamando al nacionalismo eslavo, proporcionando a los soldados rusos un escenario para cometer atrocidades precursoras de las de Bucha y otros pueblos ucranianos y lanzando una primera señal al mundo de que Moscú conservaba el suficiente músculo militar para controlar al menos sus patios traseros.

 Pero el 22 de septiembre, nueve días antes de la invasión, había tenido lugar un confuso episodio, nunca del todo esclarecido, en la ciudad de Riazán, capital de la provincia del mismo nombre, con más de medio millón de habitantes, a dos horas al suroeste de Moscú. Un conductor de autobús denunció a la policía que había visto al volver a su casa un coche sospechoso con dos hombres y una mujer y matrículas manipuladas. Cuando los agentes inspeccionaron el edificio, encontraron en el sótano tres sacos rotulados como “azúcar” pero llenos del mismo explosivo que había estallado en otros atentados.

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Poco después de que Putin elogiara el civismo vigilante de los habitantes de Riazán, la policía local identificó a los ocupantes del vehículo sospechoso y descubrió que habían hecho una llamada a un número de Moscú que resultó pertenecer a la Lubyanka, sempiterna sede de los servicios secretos. Cuando los detuvo, exhibieron sendos carnés de la FSB.

Tras un primer desmentido, Nikolai Patrushev, número dos de Putin que le había sustituido al frente del servicio de espionaje y hoy secretario del Consejo de Seguridad Nacional, compareció para explicar que todo había sido un “ejercicio de entrenamiento” de la FSB y que el propio explosivo era “simulado”. Pocos le creyeron.

Al día siguiente el periódico Nezavisimaya Gazeta, órgano de las élites moscovitas, publicó que “por primera vez la responsabilidad de la colocación de bombas en los bloques de apartamentos de Rusia está siendo claramente atribuida a la “familia” presidencial y personalmente al jefe del Gobierno Vladímir Putin como el impulsor y organizador de facto de las explosiones. La acusación es demasiado grave para ser ignorada”.

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¿Había sido capaz Putin de montar una cadena de masacres de compatriotas anónimos, al modo de las operaciones de “falsa bandera”, para generar una “escalada de la tensión” que justificara la invasión de Chechenia y facilitara su acceso y conservación del poder?

Casi un cuarto de siglo después, los kremlinólogos siguen sin ponerse de acuerdo. Philip Short, reciente autor de una ecuánime biografía de Putin alega que, si fuera cierto, en el tiempo transcurrido alguno de los implicados lo habría contado ya. Pero a la vez, no deja de subrayar que toda la documentación sobre lo ocurrido en Riazán fue sospechosamente clasificada como “secreto” durante 75 años. 

Por otra parte, una de las últimas actividades del exespía Alexander Litvinenko antes de ser asesinado con polonio en Londres fue la publicación de un libro junto al historiador Yuri Felshtinsky, titulado Blowing Up Russia (“Rusia dinamitada”), en el que acusaba a Putin de organizar la cadena de atentados como peldaños de la escalera de su ascenso al poder. Cuando Litvinenko murió envenenado, la CIA informó al MI6 de que Putin había dado la orden, encargando de su ejecución -cómo no- al fiel Patrushev.

"El SOS de Felshtinsky y Stanchev a los líderes occidentales no puede ser más claro: acaben con Putin antes de que sea demasiado tarde"

Ese mismo Felshtinsky, nacionalizado norteamericano, acaba de publicar Blowing Up Ukraine (“Ucrania Dinamitada”), junto al director del departamento de Historia de la universidad de Jarkov, Michael Stanchev. Su subtítulo no puede ser más elocuente: “El regreso del terror ruso y la amenaza de la Tercera Guerra Mundial”.

La tesis que lo explica es que el próximo paso en el guion del Kremlin será el despliegue por las repúblicas ‘independientes’ de Lugansk y Donetsk de armas nucleares tácticas, a modo de tapadera –“hoja de parra”, dicen- de las propias cabezas atómicas rusas, estacionadas al otro lado de la frontera. 

"¿Qué podría impedir que esas repúblicas ‘independientes’ lanzaran una cabeza nuclear contra Kiev o que uno de sus misiles, ‘desviado por la dirección del viento’, cayera a un lado u otro de la frontera con Polonia?", se preguntan.

Según estos autores, Bielorrusia sería la otra alternativa para consumar una especie de agresión chapucera por encargo. Al final, de lo que se trataría es de establecer un “chantaje letal a nivel global: dadle a Putin lo que quiere o habrá guerra nuclear”. Es obvio que el inminente despliegue de los misiles intercontinentales rebautizados como Satan II hará más creíble la amenaza. El SOS de Felshtinsky y Stanchev a los líderes occidentales no puede ser más claro: acaben con Putin antes de que sea demasiado tarde. ¿Pero es eso posible? Y, sobre todo, ¿solucionaría el problema?

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No cabe duda de que la secuencia de acontecimientos de esta semana acrecienta, al menos de manera indiciaria, la percepción de Putin como un malvado sin escrúpulos. Entre todas las teorías sobre el asesinato de la hija de Duguin, la única que parece tener alguna lógica es la que señala al Kremlin.

¿Qué interés iban a tener los servicios ucranianos en eliminar a una tertuliana de la televisión carente, como su padre, de poder alguno, cuando la represión de la libertad de expresión en Rusia es una de sus grandes bazas propagandísticas? ¿Y por qué iba a elegir ese fantasmagórico Ejército de Liberación Nacional anunciado por un disidente ruso o cualquier otro grupo de oposición al Kremlin a una víctima tan alejada del círculo de Putin?

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En ambos casos, además de un crimen habría sido una estupidez. Sólo contemplándolo como detonante de acciones tan sanguinarias como el bombardeo de una estación de tren, tan temerarias como la desconexión de la central nuclear de Zaporiya o tan impopulares como la leva de 137.000 soldados más, adquiere ese crimen alguna utilidad. Desde luego equivalente a la de lo descubierto en el 99 en Riazán. 

Toda una nueva muestra de falta de escrúpulos, pero también de imperturbable determinación en la persecución de unos fines. Más que al cohete, a quien habría que rebautizar como Satán II es a este terrible émulo de Stalin.

"No cabe esperar un cambio de régimen, porque la mayoría ya respaldaba a Putin y su popularidad ha crecido con una guerra que excita los sentimientos patrióticos"

A medida que las amenazas de un invierno con poca calefacción y mucha inflación se ciernen sobre nosotros detrás del próximo equinoccio y los líderes europeos, empezando por Sánchez, culpan anticipadamente a Putin, la pregunta de cómo desembarazarse de él se vuelve obsesiva tanto en la calle como en las alturas. 

En el mejor análisis que he leído recientemente, el periodista ruso basado en Londres Oleg Kashin venía a decirnos que olvidáramos toda esperanza de que sus compatriotas promuevan un cambio de régimen como el que supuso la perestroika de Gorbachov, tal y como llegó a sugerir Biden. Ni por las buenas ni por las malas. Básicamente porque la gran mayoría ya respaldaba a Putin -amortizando la corrupción como el precio de la mejora de la calidad de vida- y su popularidad ha crecido con una guerra que excita los sentimientos patrióticos. En cuanto a las minorías, los opositores son demasiado débiles y los oligarcas, demasiado cobardes.

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“El único factor que podría amenazar seriamente el poder de Putin es el Ejército Ucraniano”, alegaba Kashin en el New York Times. “La única posibilidad realista de provocar un cambio en la situación política rusa es que haya fuertes pérdidas en el frente”. 

Aunque hay precedentes históricos que avalan esa tesis, incluida la derrota en la guerra de Crimea en el siglo XIX, la desproporción de fuerzas es tal que se trata de una perspectiva muy remota. Incluso si un espectacular incremento de la ayuda occidental potenciara mucho más al ejército ucraniano y la máquina militar rusa quedara gripada en su fracaso, siempre restaría la baza nuclear de Putin como alternativa del diablo. En esas condiciones, parafraseando a Churchill, ganar la guerra sería la calamidad más parecida a perderla.

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Por otra parte, muerto -política o incluso físicamente- Putin, no se acabaría la rabia. “Es muy improbable que quien quiera que suceda a Putin, sea un individuo o un liderazgo colectivo, vaya a cambiar de forma fundamental el curso de Rusia, tanto en su política interna como en su acción exterior”, alega Short.

Si el mundo que conocemos y, como ha dicho Macron, nuestra propia “era de la abundancia”, parecen abocadas a un callejón sin salida, no es sólo por culpa de Putin.

También Estados Unidos y sus aliados podrían haber actuado de manera distinta cuando confundieron la caída del Muro con el fin de la Historia. Nunca sabremos qué hubiera ocurrido si Rusia hubiera recibido ayuda económica masiva, al modo del plan Marshall, tras la desintegración de la URSS; si su propia incorporación a la OTAN a través de un proyecto global de paz y seguridad se hubiera consumado o si en su defecto no se hubiera producido una ampliación de la Alianza que en la práctica ha trasladado el Telón de Acero de Berlín a las puertas de Moscú.

Todo eso es ya historia alternativa y estamos donde estamos. Putin es un gobernante ambicioso, cruel, inmoral y peligroso. Pero no porque esté loco, a menos que la inflamación de las glándulas del populismo como les ocurre a Trump, a Boris Johnson y su probable sucesora, la señora Truss, a Marine Le Pen, a Meloni, a Mélenchon, a Abascal, a Pablo Iglesias, a Cristina Kirschner, a Orbán, a Erdogan y a tantos otros sea diagnosticable como demencia.

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Una cosa es que la conducta de Putin sea repudiable, execrable, denunciable, perseguible y condenable. Pero todo ello no obsta para que también sea explicable. Ojalá leyéramos un día una sentencia de un tribunal internacional con la descripción detallada de los móviles geoestratégicos de sus innumerables crímenes.

La biografía de Short concluye con la anécdota del periodista ruso que preguntó a Putin si creía que Arabia Saudí estaría “siempre” aliada a los Estados Unidos. “Siempre es algo que no existe nunca”, contestó el presidente ruso.

"La patética irrelevancia de las Naciones Unidas, circunscritas en la guerra de Ucrania al papel de agente exportador de grano, obliga a su refundación o más bien reinvención"

Así quedó dramáticamente en evidencia el siglo pasado con la inesperada firma y violenta ruptura del pacto germano-soviético. En esas volteretas de dos terribles dictadores, con las democracias en vilo, se inspiró Orwell para describir los cambios de alianzas entre los tres superpoderes de 1984: Eurasia, Oceanía y Asia Oriental. El esquema es aun hoy más valido que entonces con Estados Unidos y Rusia a la espera de ver por quién se decanta China.

Lo que es indiscutible es que nuestra generación ha visto materializarse todas las facetas positivas de la globalización (el cosmopolitismo, los viajes sin cuento, la transmisión de la información y el conocimiento, internet o el metaverso) y también las negativas (el calentamiento global y sus catástrofes, las pandemias, las crisis financieras o de desabastecimiento…) Todas las facetas, menos una. La tierra es plana, como dice Friedman y la especie humana es única, salvo a efectos de su autogobierno. 

La patética irrelevancia de las Naciones Unidas, circunscritas en la guerra de Ucrania al papel de agente exportador de grano, obliga a su refundación o más bien reinvención en un proceso desde abajo hacia arriba.

Sólo un nuevo orden internacional con instituciones supranacionales universalmente aceptadas, capacidad mediadora, fuerza militar y órganos decisorios para resolver los conflictos, en los que los consensos neutralicen a los vetos, podrá salvarnos de nuestra deriva autodestructiva actual. Solo la globalización del ejercicio del poder resolverá los problemas de la globalización, fruto del aleteo de cada mariposa.