Cuando Al Gore decidió salir de gira para explicar a muy buen precio los peligros del calentamiento global -un esfuerzo que acabaría recompensado con un Oscar al mejor documental-, empezaba cada sesión presentándose de la siguiente manera: “Me llamo Al Gore y por un momento fui el siguiente presidente de los Estados Unidos”. En la mente de muchos, veinte años después, Donald Trump fue el presidente reelecto de Estados Unidos durante mucho más de un momento.

Trump se vio cuatro años más en la Casa Blanca cuando el recuento del voto presencial en Michigan, Wisconsin y Pensilvania le volvió a dar una sólida victoria en el “cinturón de óxido”. Tardó un par de días en darse cuenta de que la cosa no iba a acabar bien… y no se lo tomó con demasiada filosofía.

Sobre la reacción inmediata de Trump lo sabemos todo: sabemos del tinte de pelo corriendo por la mejilla de Rudy Giuliani, sabemos de las continuas acusaciones de fraude y, sabemos, sobre todo, del ataque al Capitolio el 6 de enero después de que el propio Trump invitara a sus seguidores en un mitin a marchar sobre la representación de la soberanía nacional para intentar hacer cambiar de idea a los enviados republicanos que no estaban dispuestos a sabotear la investidura de Biden.

Aquello acabó con un tipo con el pecho descubierto y un gorro con cuernos presidiendo la Cámara de Representantes. El tipo fue detenido a las pocas semanas pero las familias de las cinco personas que murieron en el ataque no obtuvieron consuelo alguno.

La magnitud del asalto, su condición de hecho insólito en la historia de la democracia estadounidense, fue en el fondo lo que obligó a Trump a conceder la derrota aunque se negara a asistir a la ceremonia de investidura. A desaparecer un poco del radar, a la espera de que ninguna investigación posterior le salpicara. En el fondo, supongo que es difícil ser Trump inmediatamente después de Trump.

Las principales plataformas de redes sociales -Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat…- le cerraron sus cuentas. Si a eso le sumamos el desencuentro con Fox News, producto precisamente de la contundencia con la que la cadena condenó el ataque al Capitolio y exigió al entonces presidente en funciones que se desvinculara sin matices de tal atrocidad, lo cierto es que Trump de repente se quedó sin altavoz.

Cuando hablamos de Trump en España hablamos mucho de su dinero, pero el dinero en Trump es accesorio. De hecho, como ya sabemos, el dinero en Trump viene y va: empresas que quiebran y empresas que reflotan. Trump ha sido siempre y, sobre todo, lo que ahora llamaríamos “un influencer”. Trump era el ídolo de Patrick Bateman en American Psycho, la icónica novela noventera de Bret Easton Ellis, por mucho más que por su capacidad para hacer dinero. Lo que Bateman envidiaba en él era el carisma, ese carisma arrollador que le permitía estar en todos lados, incluso hacer cameos en Solo en casa 2 si así se le antojaba.

El asalto al Capitolio de Estados Unidos, ocurrido el pasado 6 de enero. Í.Z.

En esencia, aquel Trump de los libros de autoayuda financiera, aquel Trump del mundo del espectáculo y las modelos despampanantes, aquel Trump que le dio aún otra vuelta de tuerca a su popularidad gracias al programa El Aprendiz -La Sexta intentó algo parecido con Lluis Bassat en 2009, pero, claro, no fue lo mismo- era un personaje apolítico. Gritón, enfático, brutote… pero apolítico. Encajaba igual de mal en el Partido Republicano que en el demócrata.

Su carrera posterior tiene que ver con su capacidad para filtrar mensajes en redes sociales y conectar con una base difusa de descontentos. Sin redes sociales y sin escándalos con los que cebarse -una cosa es llamar socialista a Biden en un debate y otra cosa es confrontar esa acusación con la realidad-, Trump se ha visto obligado a un segundo plano incómodo pero quizá necesario en lo que su querido Twitter revisa su prohibición permanente o encuentra de una vez un nuevo hogar mediático.

Los coqueteos con Parler

¿Se acuerdan de Parler? En enero, justo durante los días posteriores al asalto al Capitolio y la consiguiente cancelación de las cuentas sociales de Donald Trump, todo el mundo hablaba de esta aplicación de la derecha alternativa.

Propiedad de la familia Mercer, multimillonarios relacionados con el partido Republicano y que ya habían estado detrás de los intentos de Cambridge Analitica de interferir vía Facebook en las elecciones de 2016, además de financiar Breitbart, el medio de comunicación de Steve Bannon, Parler estaba destinado a convertirse en el refugio de los 74 millones de votantes de Donald Trump… y del propio ex presidente antes de que se echara atrás.

El mensaje de Parler, lo que hacía a la aplicación atractiva, era el mismo que hemos oído repetido tantas veces en tantos países a lo largo de la última década: aquí eres libre para decir lo que quieras. La libertad como excusa para el odio, la violencia y una continua incitación a la desobediencia. Parler, el lugar donde nadie te controla. Solo que no era del todo así. En cuanto Parler se llenó de seguidores republicanos, el sistema fue incapaz de controlar las quiebras de información constantes, algunas de ellas interesadas hacia medios afines al propio Partido Republicano.

La falta de seguridad de la aplicación junto a la evidente ausencia de moderación de los comentarios hizo que Apple y Google inmediatamente la retiraran de sus tiendas virtuales. Parler estuvo fuera de circulación durante un mes, tiempo suficiente para que los ánimos se calmaran, para que Trump bajara el tono de sus acusaciones y para que la rabia y la ira de los derrotados se diluyera entre promesas de ayudas económicas y el avance inexorable de las vacunas que hacía posible la reactivación de los sectores clave del país.

Por supuesto, esa ira volverá, pero no sabemos cuándo ni en qué forma. Lo que cuenta aquí es Parler como altavoz mudo. Trump podría tener una cuenta en Parler pero sabe que no puede volver a lo más alto de los índices de popularidad hablándoles todo el rato a los ya convencidos. Necesita algo más. Necesita la polémica, el enfrentamiento.

Ahora mismo, Donald es un árbol que cae en un bosque vacío. Nadie puede oír el ruido. Y hablamos de alguien que vive del ruido, que se alimenta de la confrontación. Trump está mediáticamente desactivado. Desde su entorno prefieren decir que está “en el banquillo”, como esos jugadores que discuten con el entrenador y tienen que pasar un tiempo con mala cara esperando una nueva oportunidad que tarde o temprano llegará.

Aunque se sigue filtrando su voluntad de crear su propia red social, eso no es algo que se haga de inmediato y no deja de ser un rumor recurrente que no termina de avanzar. El 5 de mayo se anunció el lanzamiento de From the desk of Donald J. Trump pero se trata más de un foro que de una red como tal. En cinco meses no hemos oído hablar casi de él salvo por algunas malévolas -y, reconozcámoslo, divertidas- comparaciones de Joe Biden con Jimmy Carter, el insulso presidente demócrata que dirigió el país de 1976 a 1980… para acabar vapuleado ese mismo año en las elecciones presidenciales por el veteranísimo Ronald Reagan.

Donald Trump junto al logo de Twitter. Manuel Fernández Omicrono

Minucias, en cualquier caso. Ha habido que esperar hasta esta misma semana para que la fiscal general del estado de Nueva York y el partido demócrata se pongan de acuerdo para sacar a Trump del olvido.

Chanchullos de la Trump Organization

La Trump Tower no es cualquier cosa. Incluso en una ciudad llena de rascacielos, impresiona. Indudablemente, se trata del empeño de Donald Trump de colocar su nombre a la altura de los Rockefeller y compañía. Los grandes magnates de éxito que estarán siempre vinculados a la ciudad de Nueva York.

Construida en 1983, se trata de una mezcla de centro comercial y edificio de oficinas, todo coronado en el ático por la residencia privada de Donald Trump, donde, de hecho, el millonario celebró su elección en 2016, huyendo de cualquier sede oficial del Partido Republicano.

El propietario legal de la Trump Tower es una empresa difusa llamada Trump Organization. Se trata de un emporio diverso que incluyó en su momento la Trump University, varios hoteles y edificios en Nueva York y el resto de los Estados Unidos, y que lleva al menos dos años bajo la investigación de la Fiscalía General del Estado.

Se investigan pagos ilegales, operaciones fraudulentas, chantajes y evasión de impuestos. No hay una acusación concreta, simplemente una investigación por la vía civil que justo la pasada semana se anunció que pasaba a la vía criminal, sin que la fiscal general Letitia James especificara exactamente por qué.

La decisión, al parecer, se tomó ya en abril, dos meses después de que el Supremo aceptara la petición de la Fiscalía de acceder a las cuentas fiscales de la Organización. El revuelo causado ha girado de nuevo los micrófonos en la dirección del expresidente, dándole la oportunidad de defenderse… a su manera.

“No hay nada más corrupto que una investigación decidida desesperadamente a encontrar indicios de crimen en cualquier parte. Tanto la fiscal general como el fiscal de distrito están mostrando un empeño sin precedentes en destruir no ya a una empresa sino a un presidente y su legado político. He construido una gran compañía, he dado trabajo a miles de personas y todo lo que recibo a cambio es un ataque injusto y desproporcionado por parte de un sistema político corrupto”, afirmó Trump al conocer la noticia.

De nuevo, tenemos aquí el eficaz mensaje de “yo contra el mundo” o, más bien, “yo contra el sistema” que tan bien agitan los populistas. Al parecer, los fiscales y los políticos no le representan. Eso no quiere decir que no le queden amigos o que buena parte de sus “subordinados” durante cuatro años aún no sepan muy bien qué hacer, como se comprobó también esta semana en la votación por una comisión de investigación en torno a los sucesos del Capitolio, con mucho, lo que más problemas puede causarle a Donald Trump si se evidencia relación directa entre sus palabras y los actos de sus seguidores.

La lucha republicana

¿Cuánto queda de “trumpismo” en el Partido Republicano? La pregunta es lícita porque hasta 2016 no había nada. Al contrario. A Trump se le veía como se ve siempre a los advenedizos: con extrema desconfianza. Un rival más contra el que competir para los Ted Cruz y compañía. Renegar de Trump ahora sería como renegar de cuatro años de gobierno republicano con una gestión económica bastante buena.

Engancharse a Trump, vincular el destino del partido al de su expresidente, puede ser peligroso. Nadie controla a “The Don” y nadie sabe en qué aprietos puede poner al GOP. Además, hasta que Trump no anuncie oficialmente que no se presentará a las elecciones de 2024 (tendrá entonces 78 años, los mismos que tiene ahora Joe Biden), los grandes líderes republicanos le verán como un obstáculo más que como otra cosa. ¿Por qué desvivirse defendiendo a quien puede ser un durísimo rival en las primarias de dentro de dos años y medio?

Esta doble sensibilidad se personaliza sobre todo en las figuras de Liz Cheney y Kevin McCarthy. Cheney, de entrada, no es un apellido cualquiera en el GOP. Efectivamente, y como podrán haber supuesto, Elizabeth es la hija de Dick, el todopoderoso vicepresidente durante los dos mandatos de George W. Bush.

Los republicanos: Liz Cheney y Kevin McCarthy.

Cheney ha sido probablemente la más clara en su enfrentamiento público con Trump, incluso cuando Donald era aún presidente de los Estados Unidos y ella era la líder de la Conferencia Republicana en la Cámara de Representantes, es decir, la número tres del partido. Especialmente crítica con sus planteamientos de política exterior, Cheney llegó a votar a favor del segundo impeachment contra Trump por sus presiones hacia el presidente de Ucrania para involucrar al hijo de Joe Biden en asuntos turbios.

Cheney, sin embargo, parece haber caído en desgracia. La congresista por Wyoming fue reemplazada en su cargo institucional el pasado día 12 tras una votación entre sus compañeros. Curiosamente, eso no impidió que apenas una semana después, 35 miembros del Partido Republicano se unieran a la mayoría demócrata en la votación a favor de una comisión independiente que estudiara los sucesos del Capitolio. La moción debe ser aprobada ahora por el Senado para salir adelante… pero no tiene ninguna pinta de que vaya a ser así. Y ahí es donde entra la figura de Kevin McCarthy.

McCarthy lleva desde 2009 liderando a los republicanos en la Cámara de Representantes y ya ha anunciado repetidas veces que no quiere ni una sola sorpresa en el Senado. Inmediatamente después de saberse el resultado de la votación en la Cámara, salió a los medios junto a Mitch McConnell, el líder de la minoría republicana en el Senado, para anunciar que de ninguna manera esa comisión de investigación iba a salir adelante mientras no se abrieran comisiones similares para dilucidar responsabilidades en la violencia de la extrema izquierda, mencionando a “Antifa” y al movimiento “Black Lives Matter” como principales objetos de investigación.

McCarthy y McConnell saben que, con una mayoría demócrata, la investigación derivará en Trump y quieren salvarle porque, en fin, nunca se sabe. Recordemos que ahora mismo el Senado está dividido justo por la mitad (50 senadores republicanos y 50 demócratas, incluyendo a dos independientes). El voto de Kamala Harris como presidenta del Senado sirve de desempate, pero en este caso se requiere de un acuerdo del 60% de la Cámara Alta, lo que quiere decir que diez senadores republicanos tienen que cambiar de bando. Es muy improbable que tal cosa suceda.

De confirmarse este cierre de filas, Trump podrá respirar tranquilo. Tendrá algo parecido a una tregua en lo que se consolida su supuesta nueva red social y termina de una vez la investigación criminal contra Trump Organizations. A los 74 años, sabe que hablar mucho y muy alto causa muchos problemas… y para que eso compense son necesarios grandes beneficios potenciales.

A cuatro años vista de las siguientes elecciones y aún sin tener claro si se presentará o no, Trump no parece tener prisa por volver a la primera fila de la política americana. Tal vez su tiempo haya terminado y pueda volver a Wrestlemania a combatir contra Vince McMahon. Tal vez pueda volver a hacer lo que ha hecho siempre: divertirse. Y punto. No hay peor Trump que el Trump aburrido, jubilado en Mar-a-Lago. Saldrá con algo pero no sabemos con qué. Mientras tanto, 74 millones de estadounidenses le esperan. No es poca cosa.

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