Si le atraen las historias sobre secretos familiares y segundas oportunidades; si le produce curiosidad el proceso de creación de un perfume; si le gustan las tramas ambientadas en escenarios tan evocadores y dispares entre sí como París y la costa asturiana… entonces probablemente le enganchará (ojalá sea así) El verano que volvimos a Alegranza.

Se trata de una novela que llevaba un par de años rondándome la cabeza y que finalmente acabé de pergeñar durante el interminable confinamiento de 2020, ese momento tan doloroso para todos pero que precisamente por ello fue la ocasión perfecta para abstraerse de la realidad y dejarse llevar por la imaginación para habitar un mundo paralelo.

El punto de partida de mi libro, editado por Plaza&Janés, es el siguiente. Durante la cena de Nochebuena de 2018, la dulce tía Constanza acuchilla en la cocina –sin razón aparente– a su hermana mayor, la tía Valentina. Ese hecho pondrá patas arriba la vida de la sobrina treintañera de ambas, Leandra, que acabará trasladándose a Alegranza, una casa de indianos construida por su abuelo materno y localizada en el pueblo asturiano de Colunga, para bucear en el pasado familiar.

Pero no se equivoquen: a pesar de ese asesinato, de ese golpe de efecto que arranca ya en la primera página, este libro no es un thriller, sino más bien un relato acerca de cómo nos sentimos cuando nos damos cuenta de que ya nada encaja en nuestra existencia.

Aunque toda la obra es ficción, está salpicada por algunos detalles que tienen mucho que ver conmigo, o más bien con mi profesión de periodista. A lo largo de mi carrera he trabajado como subdirectora de la revista Cosmopolitan, directora de Belleza de Elle y de Yo Dona, y redactora de Marie Claire, lo cual me ha brindado el enorme privilegio de acceder a un mundo de lujo que de algún modo aparece reflejado en la novela. Por ejemplo, la propia Leandra es editora en una revista de moda en Madrid. Su tía Rita, que vive en París, es una especie de Katharine Hepburn que viste ropa masculina (salvo por su bolso de Hermès) y acostumbra a almorzar un croque-monsieur en el Café de la Paix.

Y uno de mis personajes preferidos es el de Jean-Luc Peltier, un perfumista francés irónico y sibarita que propone a la protagonista el reto de componer un perfume que la ayude a definirse a sí misma cuando ya no sabe ni de dónde viene ni adónde va. Es él quien además le hace partícipe de esta frase tan significativa que dejó escrita Séneca: “En los viajes habituales hay caminos señalizados y, si tenemos dudas, podemos preguntar a los viandantes. En cambio, en el itinerario que conduce a la felicidad, encontrarnos entre mucha gente no es señal de que vayamos bien encaminados: todo lo contrario, significa que nos hemos confundido de carretera”.

No me gustaría hacerme spoiler a mí misma, pero sí revelaré que Leandra acaba descubriendo algo que sucedió durante la niñez de su madre y sus tías, algo que cada una de ellas trató de digerir a su manera. Y a partir de ahí mi personaje principal aprende una lección que todos deberíamos tener presente en los tiempos que corren, y es que “lo que determina nuestras vidas no es tanto lo que nos pasa, sino lo que hacemos con eso que nos pasa”.

Le invito a viajar a Alegranza, a esa casa de fachada rojiza y ventanas que dan por un lado al mar Cantábrico y por el otro a la sierra del Sueve, una casa que no existe y toma su nombre de un islote canario (este sí, real), una casa que en el fondo no es más que un símbolo del regreso a la infancia, a esos veranos interminables en los que creíamos que nada malo podía sucedernos.