La compra de sexo: el doble rasero del libre mercado

La compra de sexo: el doble rasero del libre mercado

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La compra de sexo: el doble rasero del libre mercado

Soledad Murillo
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En el año 2006 ocupaba un cargo en las políticas de igualdad en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, estábamos preparando una futura ley para llevarla al Parlamento. La discusión de su contenido facilitó un encuentro con la consejera de Justicia de la Generalitat de Catalunya, Montserrat Tura. Nuestra preocupación era común: la prostitución.

La política se refería, como ejemplo de brutalidad, al pueblo de La Jonquera; una ciudad fronteriza que se visita no solo para comprar tabaco y gasolina, sino también sexo. Atraídos por la permisividad legal se elegían a mujeres extranjeras, sin olvidar a las asiáticas, cuyo fenotipo evoca un cuerpo infantil.

Ambas sabíamos de la venta por catálogo, de las celebraciones de las finales de fútbol, de tantos y tantos jóvenes y viejos. Mantenía que una regulación sería el mejor dique para la explotación, creyendo que era la vía idónea para proteger a las mujeres.

Estoy convencida de que estas ideas se inspiran en el mismo principio que sostenía la legalización de las drogas. "Donde hay normas, se acaban las mafias”; así lo había creído yo también en los años 90. Un esquema que la policía desmiente con rotundidad.

Nuestra legislación es una invitación al negocio. No está penado el ejercicio individual de la prostitución, solo el proxenetismo, así las redes se lucran de forma directa con la explotación sexual y detectarlas es una proeza. Para juzgar a un proxeneta en nuestro país, la carga del delito recae en la víctima; es decir, es preciso que la mujer explotada denuncie.

Nuestras reuniones con la Interpol ya nos advertían de que sus medios eran muy insuficientes, a pesar de unos resultados con un promedio mayor que nuestros vecinos europeos. Las mafias siempre ganan la partida, por ejemplo, con la figura de la tercería locativa, que permite a los propietarios de bares lucrarse con la excusa de alquilar habitaciones.

Estos locales son más visibles en nuestras carreteras que en Tailandia, un país donde la prostitución es ilegal pero tolerada. Años después, con la Ley de Garantía de Libertad Sexual (Ley Sí solo es Sí) se limitó esta medida, lo cual trajo consigo las críticas de las “trabajadoras sexuales”. Un término que surgió a raíz del International Committee for Prostitutes Rights en 1985, quienes lo propusieron para evitar el estigma con que se les nombra.

Fue en agosto de 2018, cuando apareció en el BOE el Sindicato Las Otras, previa inscripción en el Ministerio de Trabajo. Un resquicio burocrático que la ministra Magdalena Valerio reconoció cesando a la directora de empleo; hubo una gran indignación por parte de asociaciones de feministas, quienes pidieron amparo a la fiscalía. Pero al final el Tribunal Supremo lo confirmó bajo la excusa del derecho a sindicarse.

En 2021 solo prosperaron tres condenas a las redes de proxenetas. Por esta razón, un año después, el PSOE presentó una proposición de ley para ampliar el artículo 187 del Código Penal, extender el castigo también a los “clientes” y vigilar la tolerancia a la tercería locativa. Esta iniciativa solo fue apoyada por el PP, porque los grupos de izquierda lo asimilan a un trabajo y a la libertad sexual. Su tramitación quedó interrumpida al convocar elecciones generales en julio de 2023.

Los argumentos a favor de la regularización están ligadas al pensamiento liberal, primero al interpretar la libertad individual como la máxima de todo comportamiento. Si cada persona es dueña de su cuerpo y media el consentimiento, lo que quiera hacer con él es de su incumbencia, sin intervencionismo estatal.

Sobre la esencia del consentimiento, las reflexiones en nuestro país, los textos de Rosa Cobo, Ana de Miguel y Clara Serra nos inducen a complejizar la aparente “aceptación” del encuentro sexual, desde el análisis de la autonomía de la decisión en un contexto de desigualdad, hasta el problema de tutelar el deseo de las mujeres.

Naciones Unidas, en su Asamblea del 20 de diciembre de 1993, definió la prostitución, ya sea voluntaria o forzada, como una actividad que ratifica el estatuto de desigualdad de las mujeres y legitima un mercado basado en el consumo de los cuerpos.

Recupero esta definición porque menciona el estatus social; es decir, la posición que la sociedad reserva a las mujeres que la ejercen, sea una situación buscada o padecida. Cuando estábamos preparando la ley de igualdad, me preguntaba cómo se asimilaría hacer coincidir los derechos de ellas, con la legalidad de su compra. Cómo se integrarían situaciones tan distintas, cómo vindicar el acceso a todos los espacios de poder, con el acceso, con distintos precios, al cuerpo de las mujeres.

El segundo argumento estriba en la posibilidad de cotización a la seguridad social, un beneficio inherente al empleo. Además, parece que disponer de un contrato y una jornada laboral es el binomio para gozar del respeto social.

Uno de los insultos más corrosivos hacia las mujeres es acusarlas de putas. No tenemos su equivalente en masculino, de proferirlo se requiere una explicación. Bien es cierto que aún hoy sigue fuera del análisis explicar por qué el comprador es un hombre.

Tampoco se comparan con aquellos países que han legalizado a las trabajadoras sexuales, por ejemplo Alemania (2002) y Holanda (2000), pero donde aún persiste la prostitución ilegal, la cual se estima -sin disponer de cifras oficiales- que triplica a la que ejercen mujeres procedentes, sobre todo, de Europa del Este.

Precisamente, de Rumanía es Amelia Tiganus, una joven captada por una red de trata con 17 años y esclavizada en prostíbulos de España. Para esta activista no hay mujeres “buenas” o “malas”, como describe en su libro La Revuelta de las Putas.

El Ministerio de Igualdad está preparando una ley abolicionista, la cual tendrá que garantizar enormes recursos y de todo tipo. Aun así, será difícil que prospere dado que la izquierda política, que tradicionalmente ha denunciado el modelo liberal del mercado, por priorizar la economía frente a la justicia y los derechos, está lista para defender la autonomía del mercado, siempre y cuando la mercancía sea el sexo.