A Mateo le gustaba correr. Tenía 6 años y un entusiasmo casi eléctrico que llenaba la casa. Su risa, rápida y aguda, se escuchaba incluso desde la escalera.
Por eso nadie entendía por qué, de un tiempo a esta parte, el niño que saltaba sin descanso ahora se sentaba cada dos por tres a "descansar un poquito", como él decía.
Al principio, Julia, su madre, pensó que era cansancio escolar, crecimiento, o simplemente un verano intenso. Pero algo empezó a inquietarla: a Mateo le costaba subir escaleras.
Arrastraba los pies, se agarraba a la barandilla, y a veces rompía a llorar por frustración, no por dolor. Tras meses de incertidumbre, pruebas inconclusas y frases como "vamos a observar", "vamos a ver cómo evoluciona", finalmente, llegó la noticia que nadie quiere escuchar.
Una palabra que Julia tardó una semana en pronunciar en voz alta: Distrofia Muscular de Duchenne. El día del diagnóstico, el silencio entró en casa como un huésped frío.
A veces, Julia se refugiaba en el baño para llorar mientras Mateo hacía rodar sus coches por el pasillo; otras, Andrés, el padre, se quedaba mirando una foto antigua del niño, corriendo en la playa.
A Mateo solo le explicaron que necesitaría "ayuda" para que sus músculos no se cansasen tanto. Él, siempre ingenioso, lo resumió así: "¿Entonces soy como un robot que necesita más pilas?" Julia solo pudo asentir.
La Distrofia Muscular de Duchenne (DMD) es una enfermedad catalogada como "rara", pero que afecta a 1 de cada 3.500 niños. En la provincia de Málaga en el año 2024, se registraron 11.809 nacimientos, es decir, entre 3 y 4 nuevos nacimientos con esta enfermedad.
Sin tratamiento, la pérdida muscular y de fuerza progresan rápidamente, obligando a usar silla de ruedas hacia los 10–12 años y comprometiendo corazón y pulmones.
Pero la historia de la enfermedad está cambiando a un ritmo impensable hace apenas dos décadas. Hay centros con resultados notables: la Clínica Mayo o el Nationwide Children’s Hospital de Ohio (USA), gracias a sus cuidados respiratorios avanzados y las terapias cardiológicas específicas están comunicando supervivencias hasta la tercera década, en más del 60% de los pacientes.
En Europa, hospitales como el Great Ormond Street (Londres) o el Necker-Enfants Malades (París) lideran ensayos de microdistrofina, un tratamiento génico que busca suplir parcialmente el defecto genético, con mejoras motoras de hasta un 20-30% de sus resultados motores y de fuerza en algunos niños.
En España, el Hospital Sant Joan de Déu (Barcelona) y La Paz (Madrid) participan en proyectos internacionales de terapia génica y fármacos de nueva generación, que reducen el deterioro muscular y tienen menos efectos secundarios que los corticoides clásicos.
Mateo fue seleccionado para uno de estos programas: fisioterapia intensiva, combinada con un modulador experimental que estabiliza las fibras musculares. No era una cura. Pero era una oportunidad. Y para una familia que vivía midiendo cada escalón del día, aquello valía oro.
Los meses siguientes fueron una mezcla de esperanza y desgarro. Julia pasaba noches enteras buscando testimonios de otras madres. Andrés instaló barras de apoyo por la casa. Clara, la hermana mayor, inventó un juego llamado "misiones secretas": acompañaba a Mateo en sus ejercicios para que él creyera que estaban jugando, no entrenando.
Los cambios eran mínimos, pequeños destellos, casi invisibles. Pero estaban ahí. Mateo seguía cansándose, sí, pero subía los escalones un poco mejor. En sus dibujos ya no aparecían coches: dibujaba corazones musculosos que decían "yo puedo".
Una tarde, tras una sesión dura en el hospital, Mateo le preguntó a su madre: "Mamá, ¿por qué llora la gente cuando me ve esforzarme?" Julia se quedó sin palabras. Él añadió: "Yo no lloro. Estoy aprendiendo a ser fuerte".
La comunidad se volcó. El colegio organizó una carrera solidaria en la que los niños se turnaban para empujar a Mateo en un carro adaptado. Se recaudaron fondos, se difundió información, y la historia del pequeño llegó incluso a un periódico local, despertando interés por el ensayo clínico.
A finales de ese año, el neurólogo les dijo una frase que Julia atesorará siempre: "Está más estable de lo esperado. El tratamiento parece estar ayudando". No era una cura. No era el final feliz que uno desea escribir para su hijo. Pero era luz, y eso les bastaba.
En las enfermedades raras, cada avance médico es una victoria; cada día sin retrocesos, un regalo. El camino es largo, incierto y a veces injusto, pero cuando la ciencia avanza y la comunidad acompaña, incluso los diagnósticos más duros dejan espacio, aunque sea pequeño, para la esperanza que la sostiene.