Las últimas semanas del verano estuve viendo la serie Escandalosas. Me atrajo su título y el hecho de que relate una historia real sobre una familia de hermanas, que llegó a ser la más odiada del Reino Unido.
Escandalosas (basada en la biografía The Mitford Girls de Mary S. Lovell) nos sumerge en el Reino Unido de los años treinta y cuarenta, en un contexto donde la aristocracia británica convivía con la amenaza del fascismo europeo y donde ciertas élites miraban a Hitler con fascinación o complacencia.
La serie sigue a las seis hermanas Mitford —Nancy, Pamela, Diana, Unity, Jessica y Deborah— hijas del barón Redesdale, tan distintas entre sí que parecen un catálogo de las pasiones políticas de la época.
Son las Spice Girls de la época: Nancy, escritora brillante y testigo incómoda de su propio clan; Diana, que abandona un matrimonio acomodado para casarse con Oswald Mosley, líder del fascismo británico; Unity, la más inquietante, que entabla amistad personal con Hitler y se convierte en icono del nazismo en Inglaterra; Jessica, que se escapa a luchar con los republicanos en la Guerra Civil española; y Pamela y Deborah, más discretas pero atrapadas igualmente en el torbellino histórico.
La serie combina salones aristocráticos, fiestas, glamour y discursos incendiarios con una tensión latente: cómo el extremismo puede germinar en el corazón mismo de la alta sociedad y normalizarse a fuerza de silencios.
Ese retrato histórico no es sólo un fresco de época: es también un espejo. Porque mientras veía a las hermanas Mitford y a su entorno admirar a Hitler, pensaba en nuestra capacidad colectiva para aceptar lo intolerable cuando se presenta envuelto en retórica o se dosifica en titulares.
Igual que entonces, hoy vemos en Gaza imágenes de devastación diaria, desplazamientos masivos, muertes de civiles y discursos que relativizan o justifican lo que debería ser inaceptable. Igual que entonces, nos anestesia la repetición, la propaganda y el exceso de información.
Escandalosas demuestra que el horror no empieza con los campos de exterminio, sino con la simpatía “intelectual”, con la deshumanización del otro, con la banalización del odio.
Las hermanas Mitford, cada una a su manera, representan la seducción de una ideología extrema y cómo esta se filtra en la vida privada, en la prensa, en los debates de sobremesa, hasta convertir en normal lo que es letal. Y esa es la pregunta que hoy nos acecha: ¿cuánto dolor somos capaces de ver antes de actuar? ¿Cuántas vidas hay que perder para nombrar lo que pasa sin eufemismos?
Quizá lo más escalofriante de la serie es comprobar que no fueron los marginados quienes abrazaron primero el extremismo, sino quienes tenían educación, recursos, conexiones. Esa constatación nos recuerda que la barbarie no es monopolio de la pobreza ni de la ignorancia, sino que puede cultivarse en los clubes más exclusivos y los despachos más elegantes. Y nos recuerda también que, si entonces hubo demasiados que callaron, hoy podemos estar siendo esos mismos testigos silenciosos.
La lección de Escandalosas es incómoda: no basta con indignarse retrospectivamente. Las generaciones futuras no juzgarán sólo lo que hicimos, sino también lo que permitimos. Igual que hoy juzgamos la tibieza británica frente al fascismo, mañana otros examinarán nuestra tibieza frente a la violencia en Gaza o en cualquier otro rincón del mundo donde la dignidad humana esté siendo arrasada.
Al final, la verdad escandalosa no es la vida de unas hermanas británicas: es nuestra capacidad, todavía intacta, para convivir con la injusticia sin perder el sueño. Y ahí es donde la serie se convierte en algo más que un drama histórico, es un aviso urgente para no repetir lo que juramos no repetir jamás.