La palabra burocracia proviene del francés bureau (oficina) y del sufijo griego -cracia (poder o gobierno). Así pues, su etimología define el poder ejercido desde las administraciones del Estado y las diferentes capas de éste.
Por tanto, no es más que un conjunto de trámites y procedimientos destinados a asegurar el orden y la igualdad en el funcionamiento de las instituciones. Max Weber, uno de los grandes teóricos de la sociología, defendió que la burocracia era el modelo organizativo más racional para garantizar imparcialidad y legalidad en los Estados modernos. Ciertamente, sin burocracia no hay seguridad jurídica, y sin seguridad jurídica no hay democracia y, mucho menos, estado de bienestar
En mi condición de empresario podría poner negro sobre blanco experiencias negativas de mi relación con la administración, aunque prefiero dejarlo en la esfera de lo íntimo. Sin embargo, no escatimaré en evidenciar que uno de los principales problemas al que nos enfrentamos las personas físicas y jurídicas es sin duda la excesiva lentitud con la que se resuelven los trámites administrativos, debido a que los plazos suelen extenderse de manera irracional.
Desde una simple solicitud de cita en una oficina pública, hasta la resolución de expedientes más complejos, sobre todo lo relacionado con urbanismo y medioambiente. Todo este marasmo nos lleva a una situación de inseguridad jurídica y burocracia ineficaz.
Viene bien recordar lo que escribió el catedrático de Economía financiera Oriol Amat: “Cuando la administración es lenta, ineficiente y descoordinada, no solo afecta a las empresas, sino que también condiciona la calidad de vida de las personas, que perciben que el sistema no está diseñado para responder a sus necesidades”.
El Producto Interior Bruto (PIB) de un país como España se compone de consumo, inversión y gasto público, además del saldo neto resultante de la exportación menos importanción. Si la burocracia estrangula la inversión desequilibra el peso idóneo de cada variable, pues un país en el que el gasto público tiene un peso específico mayor en su PIB, es un país seguramente muy endeudado y poco competitivo.
Ciertamente, sería injusto cargar la culpa únicamente sobre los hombros de quienes están al otro lado de la ventanilla física o virtual. Debo reconocer que la gran mayoría de los funcionarios son profesionales rigurosos que aplican con responsabilidad el procedimiento y la norma. Ellos garantizan que las reglas se cumplan y que todos seamos iguales ante la ley.
El problema surge cuando la autoridad se malinterpreta y se convierte en autoritarismo, ya que existen funcionarios que no saben gestionar el poder y creen que ejercerlo es decir no a priori y posteriori, salvo excepciones. Entienden que su papel consiste en poner obstáculos en lugar de ofrecer soluciones.
Son los que, ante la más mínima duda, prefieren “no complicarse la vida” y dejar un expediente en suspenso, paralizando con ello proyectos e ilusiones y, en definitiva, paralizando inversiones. De igual forma, no solo el empresario pierde, también sus grupos de interés pierden y la propia administración cuando deja de percibir los impuestos de la actividad económica que no se despliega.
Lo que debería ser una interpretación favorable de la norma, dentro del margen que ofrece el propio marco normativo, un funcionario poco diligente se limita a construir un muro infranqueable con argumentos que no se sostienen.
Llegados a este punto, el empresario o el ciudadano puede “patalear”, optando por recurrir por la vía administrativa. No obstante, los recursos en este ámbito suelen tener un recorrido casi nulo, pues con frecuencia se topan con el corporativismo mal entendido.
Cuando la resolución no satisface al ciudadano/empresa, queda la vía judicial. Pero esta alternativa implica años de espera hasta obtener una sentencia firme que, con suerte, dé la razón al recurrente. De hecho, en la jurisdicción contencioso‑administrativa (es decir, los tribunales que revisan decisiones de la Administración pública en España), los plazos de resolución distan mucho de ser razonables.
Según los últimos datos del Consejo General del Poder Judicial, un procedimiento ante el Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional puede prolongarse en torno a los 17 meses, mientras que en los Tribunales Superiores de Justicia la espera media supera los 14 meses.
Esto significa que, para impugnar una decisión administrativa, el ciudadano o el empresario debe enfrentarse a casi año y medio de litigio antes de obtener una sentencia firme, lo que en la práctica supone un freno evidente a la tutela judicial efectiva, todo ello sin contar las injustas tasas judiciales y posibles costas que finalmente debería atender el empresario.
Si al final va a tener razón el bueno de Weber, cuando definió el Estado como una entidad que ostenta el monopolio de la violencia legítima y los medios de coacción (…).
En efecto, no proponemos que desaparezca la burocracia, sino racionalizarla y poner el ciudadano y las empresas en el centro del sistema. Todo ello sería posible si el funcionario y la autoridad pública cambian de actitud, aplicando la ley con rigor, pero con vocación de servicio. En pocas palabras, el exceso de burocracia acaba erosionando la confianza en las instituciones y genera desafección hacia lo público.