Hay algo profundamente valiente en aceptar la propia ignorancia y, sin embargo, cada vez lo hacemos menos. En un artículo reciente en el Financial Times, la periodista Sarah O’Connor denunciaba que hemos perdido el hábito de decir con humildad: “no lo sé”, habiendo construido una cultura del “saber de todo”, donde la duda se relega.

Vivimos en un entorno que valora la certeza, incluso si es falsa (cierto es que nuestro cerebro la prefiere y tiende a evitar la ambigüedad). Nos hemos acostumbrado a dar respuestas con seguridad, aunque no estén bien fundamentadas o apenas tengamos idea de lo que decimos. Parece que importa más sonar convincente que decir la verdad. Cualquier cosa, con tal de evitar una simple y honesta admisión de desconocimiento.

En un mundo cada vez más superficial, se valora el titular llamativo por encima del análisis profundo. Nos movemos en un océano de “sabiduría” con un centímetro de profundidad. Priorizamos el comentario rápido y la respuesta rotunda antes que el matiz o la pausa reflexiva.

Esta necesidad de aparentar que se sabe de cualquier cosa se refleja en múltiples ámbitos: en la política, en el mundo empresarial, en los medios, en nuestras conversaciones cotidianas e incluso en la inteligencia artificial (ChatGPT responde a cualquier pregunta, por absurda que sea su respuesta). Es raro escuchar a alguien, en una tertulia o una entrevista, detenerse un momento y decir simplemente: “no lo sé”. Y, sin embargo, hacerlo no es señal de debilidad, sino de inteligencia, fortaleza intelectual y emocional.

Estamos rodeados de voces que opinan de todo, con o sin base. Desde tertulianos lenguaraces que hablan con aparente autoridad sobre cualquier tema, da igual que sea de geopolítica, incendios o salud pública, hasta influencers o gurús digitales que publican contenido constante, en muchos casos, sin verificar fuentes ni reconocer límites. A esto se suman algunos políticos que lanzan afirmaciones tajantes sin datos ni información que las respalden.

El llamado efecto Dunning-Kruger lo explica bien: las personas menos competentes tienden a sobrestimar sus habilidades, mientras que quienes realmente saben suelen subestimarse. Paradójicamente, la ignorancia genera más confianza que el conocimiento.

Cierto es que esos personajes ya los teníamos en nuestra sociedad. En las reuniones de bares o familiares, nunca falta el “cuñao” que opina con vehemencia sobre cualquier asunto, del precio del petróleo al conflicto de Ucrania o Israel. Pero antes era casi una forma de socialización inofensiva. Hoy, esa actitud se ha amplificado y profesionalizado.

Frente a esto, vale la pena recuperar voces como la de Charlie Munger, inversor y socio de Warren Buffett. En su libro “El almanaque del pobre Charlie”, insiste en que decir “no lo sé” es una de las habilidades más infravaloradas. Muchas personas inteligentes, dice, gastan demasiada energía evitando reconocer que no poseen un conocimiento determinado. Pero admitirlo nos mantiene dentro de nuestro “círculo de competencia”, ese espacio en el que nuestras decisiones son más acertadas, porque sabemos hasta dónde llegan nuestras capacidades.

Aunque pueda parecerlo, asumir lo que no sabemos no es el final de una conversación, sino su verdadero comienzo. En una sociedad cada vez más narcisista y exhibicionista, valoremos la honestidad intelectual y la humildad de reconocer nuestra propia ignorancia, especialmente en un mundo dominado por el ruido y la certeza apresurada, donde a menudo se espera que las personas tengan respuestas para cualquier asunto. Destaquemos la importancia de la duda, la reflexión, la investigación y la búsqueda de la verdad.

Lo cierto es que nadie puede saber de todo. Cuanto antes lo aceptemos, más abiertos estaremos a aprender, crecer y evitar errores innecesarios. Admitir que no se sabe algo es, al fin y al cabo, lo más humano que se puede hacer.