Decidí llevarme al hotel castellano en el que hemos pasado unos días de vacaciones una camiseta del club de fan de la Roma en Málaga. La compré en un bar muy concurrido de la calle Nosquera, con cerveza Perroni y piadinas estupendas, al que suelo acudir los miércoles cuando salgo tarde de la oficina.

La camiseta tuvo un efecto imán en la piscina del hotel: un chaval vasco la vio y estuvimos hablando animadamente, mientras su hija nos miraba con curiosidad infantil, porque le había llamado la atención el color, y que hubiera un club de la Roma en Málaga.

Gracias a la charla descubrimos que él y su familia habían hecho una parada técnica de camino a Córdoba, la ciudad de su mujer, y precisamente nuestro punto de partida, la ciudad en la que vivo.

Estábamos tan entusiasmados que casi se le olvida irse a tiempo, pero pude decirle antes de la despedida que me parecía muy bonito que hablase con su hija en euskera, y supe gracias a ese comentario que su abuelo y su padre lo hablaban, y que pensaba, con razón, creo yo, que es bonito y necesario mantener las tradiciones.

Nada más terminar, un señor que estaba en el agua mencionó la rivalidad brutal que existe entre los seguidores de la Lazio y los de la Roma. Había estado escuchando nuestra conversación, y no le sorprendió que otro amigo italiano, que trabaja en la cafetería en la que tomo el primer café de la mañana, se niegue rotundamente a venir una tarde conmigo al bar de sus paisanos.

IM-PO-SI-BLE. Nuestro nuevo contertulio era militar -del cuerpo de caballería, tanquista-, había pedido un traslado a Italia, y había trabajado y vivido tres años en Roma y seis meses en Florencia, según lo que yo escuché, aunque mi mujer dice que fue al revés: tres años en Florencia y seis meses en Roma.

Hablamos un rato las dos parejas sobre Italia, las ciudades italianas, los cafés italianos, los helados italianos, y pasamos un momento muy agradable de conversación gracias a la camiseta de la Roma.

La conversación es importante, en estos tiempos en los que se prefiere el móvil o la discusión absurda. En el hotel adiviné el origen venezolano de algunos de sus trabajadores, por su acento casi inconfundible, y así pudimos charlar con ellos para interesarnos por sus vidas y opiniones.

Uno de ellos, un profesional como la copa de un pino, era de Barquisimeto, dos hermanas de la isla Margarita, otro de otra parte de Venezuela que no salió a la luz, y el parrillero era colombiano.

En las tareas de limpieza convivían españolas con hispanoamericanas y alguna brasileña simpática y dicharachera. Les sorprendió saber que mi hermana mayor había trabajado en la isla Margarita, con su marido, biólogo marino de origen venezolano, cuando España vivía una crisis laboral terrible -entre 1979 y 1981- y el bolívar se cotizaba a 22 pesetas.

Hoy en día, más de ocho millones de venezolanos han tenido que abandonar su país, llevado a la ruina por la corrupción incompetente y criminal del chavismo y sus sucesores.

De vuelta a la piscina, otra tarde, comenzamos a charlar con familias con niños. Un señor vasco, ya jubilado, nos reconoció que no a todo el mundo le gustan los niños pequeños (a nosotros sí) y que se agradecía esa buena predisposición.

Pasaban allí unos días en familia, con su hija, su yerno y sus dos nietos, uno moreno y tranquilo y otro rubio y travieso, y hablamos de la vida, de los pisos, de su viaje a Burdeos en 1984 para ver la eliminatoria del Athletic contra el ya casi desaparecido Girondins, y también de La Carihuela, el paraíso en la tierra para él y su mujer, y que estaban ya soñando con venir, como hacen cada año desde que tienen tiempo.

Y del compañero vasco pasamos a otra bañista, en esta ocasión local, que había aprovechado una promoción maravillosa (piscina y comida por 49 euros para dos personas) para pasar el día en remojo con su marido, su hijo, su nuera y su nieto.

No hay nada mejor que una guía local para recomendar sitios perdidos y desconocidos, sitios de calidad que no salen en Google Maps o en Tripadvisor, desconocidos para el turista aficionado a informarse a través de internet, que es lo que hacemos todos.

Ya tenemos un par de referencias gastronómicas para volver el año que viene, en pueblos de 400 habitantes o menos, pero auténticas y reconocidas. Con esta familia nos pasó algo curioso: el marido, ya mayor, quiso venir expresamente a hablar con nosotros cuando supo que veníamos de Córdoba.

Hace unos 35 años, más o menos, vino a la ciudad a instalar una tarima flotante en el centro comercial que se estaba construyendo, y fue la Policía Nacional a buscarlo al hotel porque su nombre coincidía con el de un peligroso fugitivo.

Pasó la noche en un calabozo, pero aquel hombre recordaba con gratitud emocionada que la Policía se portó muy bien con él (le llevaron un café por la mañana y ni le pegaron ni nada) y que todos sus compañeros de Córdoba le dijeron que dejase el hotel y que se quedase con ellos en sus casas durante los tres meses de trabajo que tenía por delante, quizás avergonzados por aquella detención arbitraria que llevó al calabozo a un hombre tan inocente entonces como ahora.

Hubo más conversaciones en el pueblo castellano, en la zona de la Ribera del Duero. Un chiringuito de éxito en el parque fluvial, a la orilla del río, incluye en su carta algunos platos búlgaros: lo regenta una familia de aquel país, cuyo padre llegó al pueblo poco después de la caída del Muro de Berlín, para ganarse la vida en el campo.

Pudo venir también su novia, sus hijas nacieron en España, y ahora tienen dos locales y a finales de agosto se van de vacaciones a Benidorm, a la playa, que es lo que les gusta. Pero quizás el mejor momento lo vivimos el último día, al despedirnos de la señora ecuatoriana de Guayaquil que había cogido un bar vacío en un buen sitio, junto a un parque infantil, y que nos animó a probar sus boquerones en vinagre.

Fuimos dos noches, y al despedirnos de ella, con educación y amabilidad, nos regaló por sorpresa una botella de vino.

Fue un detalle tan bonito por su parte que, de camino al hotel, ya para hacer las maletas, con la botella de vino entre las manos, pensé si de verdad hay tanta discordia y polarización, o si lo que queremos la mayoría de nosotros es todo lo contrario: más respeto, más diálogo, más educación y más empatía. Para pensar.