El joven miraba la pantalla de su móvil con los ojos entornados. En su entorno no se hablaba de inflación, ni de geo-estrategia, ni de reformas legislativas.
El grupo de WhatsApp hervía con memes, las redes sociales vomitaban polémicas sin importancia, y la televisión, al fondo, servía una vez más su dosis diaria de gritos, humillaciones y banalidad. Mientras tanto, la rueda del mundo giraba, silenciosa, bajo sus pies… sin que apenas lo notara.
Han pasado casi dos mil años desde que el poeta romano acuñó aquella amarga expresión: “panem et circenses”. Era su forma de denunciar cómo el pueblo romano había sido anestesiado por sus gobernantes con dos cosas tan simples como eficaces: comida y entretenimiento. Mientras hubiera trigo en los platos y espectáculos en el Coliseo, la masa no levantaría la voz.
Lo inquietante es que esa estrategia, lejos de ser un vestigio del pasado, sigue plenamente vigente. Hoy el “pan” ya no es una hogaza de trigo, sino un entramado de subsidios, ayudas y promesas populistas que, si bien pueden tener una justificación puntual y necesaria, en demasiados casos se han convertido en una herramienta para garantizar obediencia política, dependencia crónica y compra de votos.
Cuando un ciudadano teme que una papeleta en las urnas pueda hacerle perder el sustento, deja de ser libre para votar y empieza a votar por miedo a perder sus “ayudas”.
Y el “circo”… el circo nunca ha tenido tantos escenarios. Lo tenemos en los platós de televisión que hacen de la ignorancia un espectáculo, en las redes sociales que nos premian con “likes” por cualquier frivolidad, en los estadios deportivos que desbordan pasiones mientras se legisla en silencio y en esa sobreexposición a lo inmediato, lo emocional, lo superfluo, que deja sin oxígeno el pensamiento crítico.
El control a través de la distracción y la dependencia
El diseño de esta maquinaria no siempre es intencionado en todos sus engranajes, pero es indudablemente funcional. Los gobiernos con menos escrúpulos han comprendido que una sociedad informada, crítica y autosuficiente es difícil de manipular.
En cambio, una sociedad dependiente, entretenida hasta el hastío y educada en la inmediatez, rara vez se organiza para exigir transparencia, justicia o reformas de fondo.
El bienestar social, cuando es sincero y bien gestionado, es uno de los grandes logros de las democracias. Pero cuando se transforma en un sistema clientelar que premia la obediencia y castiga la independencia, deja de ser una política de justicia y se convierte en una herramienta de sumisión.
Del mismo modo, el ocio no es un enemigo de la libertad: el descanso, el arte y el deporte son expresiones sanas de cualquier civilización.
Pero cuando ese ocio se convierte en un somnífero masivo, en un estímulo constante que ahoga la reflexión y nos impide ver lo realmente importante, entonces se transforma en el mejor aliado de quienes no quieren ser vigilados y el entretenimiento deja de ser cultura para transformarse en anestesia.
Este fenómeno no es nuevo, pero su sofisticación actual lo convierte en algo más sutil y, por tanto, más peligroso. El ciudadano adormecido consume titulares, no contextos. Reacciona con emoticonos, no con argumentos. Celebra medidas populistas sin preguntarse su coste futuro. Mientras tanto, quienes deberían fiscalizar al poder (los medios, las instituciones, la ciudadanía misma) se encuentran cada vez más divididos, más desinformados, más vulnerables.
En las democracias avanzadas, la existencia de prensa libre, justicia independiente y ciudadanía crítica son los pilares que contienen al poder. Pero si el pueblo está dormido, esas instituciones se debilitan.
El poder, sin vigilancia, tiende al exceso. No porque todos los políticos sean malvados, sino porque el poder sin límites es una tentación demasiado humana. Y ahí está el riesgo: una sociedad domesticada por la gratitud o por el entretenimiento no reacciona hasta que ya es demasiado tarde.
¿Y qué ocurre cuando ese “pan y circo” se gestiona desde los algoritmos, desde los “influencers”, desde la publicidad estatal en medios afines o desde las plataformas que moldean el contenido que consumimos? Ocurre lo que ya estamos viendo: que la realidad se disuelve, que la política se convierte en una serie de ficción y que la democracia, poco a poco, se convierte en decorado.
Una democracia fuerte no necesita rehenes, necesita ciudadanos. No necesita masas anestesiadas, sino individuos informados y valientes. El pan debe ser oportunidad, no dependencia. Y el circo debe ser cultura, no cortina de humo.
La democracia española vive estos días un episodio alarmante: jueces y magistrados se han alzado públicamente contra la reforma judicial que el Gobierno pretende implantar, advirtiendo de un riesgo claro de quiebra de la separación de poderes, lo que podría poner en grave riesgo a nuestra democracia.
Se están produciendo movilizaciones inéditas, comunicados colectivos de asociaciones judiciales y manifestaciones en las sedes de los tribunales. Y, sin embargo y paradójicamente, el gran ausente es el pueblo.
¿Dónde está la ciudadanía ante una amenaza tan clara al Estado de Derecho? ¿Dónde está el clamor social cuando quienes deben garantizar nuestra justicia claman por su independencia?
Es el efecto del pan y circo en su máxima expresión: mientras los jueces defienden el Estado de Derecho en las calles, millones siguen enganchados a sus pantallas, entretenidos con escándalos menores o tranquilos porque “ya les llegará la ayuda”.
Lo que debería movilizar a toda una sociedad, apenas mueve a quienes están dentro del sistema judicial. Y esa es quizás la prueba más clara del daño que hace esta estrategia: desactivar la conciencia ciudadana, justo cuando más se necesita.
Si la separación de poderes se tambalea, si las leyes se tuercen para blindar a los poderosos, si la justicia se politiza ¿seguiremos mirando hacia otro lado? ¿Esperaremos que otros luchen por nuestras libertades mientras nosotros cambiamos de canal?
¿Estamos participando del Ágora o hemos quedado atrapados en la grada del Coliseo? Qué pena.
Solo despertando del ruido, volviendo al pensamiento, al debate y al compromiso, podremos romper la lógica del “panem et circenses” y construir una democracia más avanzada donde nadie tenga que elegir entre entretenerse… o ser libre.