"El régimen se infiltró en el alma por medio del lenguaje, mucho antes de que me diera cuenta".
Esa frase la escribió Victor Klemperer, filólogo judío-alemán, mientras vivía bajo el nazismo. No era un panfleto político ni un grito de resistencia: era el diario íntimo de un hombre que observaba cómo el idioma que hablaba cada día se iba deformando.
Palabra a palabra, expresión a expresión, el lenguaje cotidiano se convertía en vehículo de sumisión, propaganda y miedo. Klemperer lo llamó Lingua Tertii Imperii (LTI), la lengua del Tercer Reich. Y su advertencia, escrita en los años treinta, vuelve a estar de moda.
Vaya por delante que este artículo no pretende ser apología a favor ni en contra de ninguna ideología o partido. Es, simplemente, un intento de hacer partícipe a quien quiera leerlo de algo que, como profesor de oratoria y comunicación, me tiene sumamente preocupado, dolido, asustado, y bastante hasta los cojones.
La dictadura es más peligrosa cuando se disfraza de democracia. Cuando nadie te obliga a cantar sus consignas, a usar sus palabras o a repetir sus frases, sino que lo haces tú solo. Ya no se llama censura. Se llama autocensura. Mucho más silenciosa y eficaz que la que viene impuesta desde fuera.
El culmen llega cuando ya no hace falta prohibir ciertas ideas o pensamientos, porque el idioma que usas ya no te permite pensarlos. Eso es lo que Klemperer denunció. Y eso es, exactamente, lo que estamos viviendo.
No hay tanques. No hay hogueras con libros. No hay gritos. Hay palabras suaves, frases con maquillaje, titulares perfectamente calibrados. Se nos habla de «reencuentro», de «convivencia», de «regeneración democrática».
Se legisla para «sanar heridas» y se indulta a quienes intentaron romper el país «en aras del diálogo». Se persigue a jueces por lawfare cuando sus decisiones incomodan, y cualquier crítica se etiqueta como «discurso de odio».
El presidente comparece para dar explicaciones sobre unos hechos gravísimos que apuntan a un exministro de Transportes, al antiguo secretario de Organización del partido y a un empresario afín, todos ellos señalados por la UCO en un informe sobre adjudicaciones públicas y comisiones ilegales.
Y no lo hace para dar explicaciones, sino para decir que está «dolido» y «reflexionando». Emociones en lugar de hechos. Una falacia de manual: argumentum ad passiones, si queremos ponernos clásicos. Eufemismos en lugar de responsabilidades. Titulares perfectamente afinados para no desafinar ante el poder.
Esto no es casual. Ni nuevo. Algunas técnicas ya las conocía Klemperer: las usaron los nazis para ascender sin disparar. Y hoy se aplican con precisión quirúrgica.
Una de las más comunes es el uso de palabras baúl: términos tan vagos que pueden significar todo y nada. Progreso. Respeto. Justicia social. Democracia. Cuando una palabra sirve para justificar cualquier decisión, deja de servir para entenderla.
Fíjate en esta prueba sencilla: cuando escuches «regeneración democrática», pregúntate qué significa exactamente. ¿Reformar qué leyes? ¿Cómo? ¿Para qué? Si no puedes obtener una respuesta concreta, estás ante una palabra baúl. Lo mismo pasa con «convivencia», «diálogo» o «normalización». Son comodines que el poder usa porque no se pueden rebatir: ¿quién va a estar en contra del diálogo?
Y aquí viene lo perverso: si criticas la ambigüedad, no te responden con datos. Te etiquetan. Ya no eres un ciudadano que pregunta, sino un «agitador», un «facha», o alguien que «no entiende el momento histórico». La estrategia es perfecta: convertir la exigencia de claridad en extremismo.
Otra técnica, igual de eficaz, es la sustitución progresiva: cambiar el nombre para cambiar la percepción. El control del relato se llama «marco comunicativo». La propaganda se llama «pedagogía institucional». La censura se disfraza de «protección frente al odio».
Ojito a este ejemplo real: ¿qué diferencia hay entre «indultar a condenados por sedición» y «medidas de gracia en aras del diálogo»? Los hechos son idénticos, pero la segunda frase suena a magnanimidad, no a impunidad. Es pura ingeniería lingüística.
¿Recuerdas cómo en la novela 1984, el Ministerio de la Verdad mentía, el del Amor torturaba y el de la Paz hacía la guerra? Aquí, los pactos con prófugos se llaman «normalización», y los ataques al poder judicial, «debate democrático».
El truco está en que nunca te mienten directamente. Te dan la misma información, pero envuelta en papel de regalo. Y cuando un juez molesta, ya no es persecución judicial: es lawfare, una palabra tan técnica que parece que quien la usa entiende de leyes.
No hace falta cárcel si puedes domesticar el lenguaje.
Y si eso no basta, se aplica la técnica más eficaz de todas: la saturación. Aquí el mecanismo es distinto: no se trata de impedirte que pienses, sino de agotarte pensando. Haz la prueba: intenta seguir una noticia durante una semana. Cuando estés a punto de entender las implicaciones del caso Koldo, aparece una crisis en Cataluña. Cuando empiezas a procesar esa, llega una polémica sobre el fiscal general. Y así sucesivamente.
Es demoledor porque tu cerebro no está diseñado para procesar tantos escándalos simultáneos. Al final, cansado, optas por desconectar o por tragarte el resumen que te den. Una comparecencia sentimental tapa una querella judicial. Un «me siento triste» silencia un «he cometido un error».
La realidad se convierte en un espectáculo sin argumento. Como en Un mundo feliz, donde la censura no se impone con miedo, sino con placer. O como en Fahrenheit 451, donde los libros no se queman por peligrosos, sino porque a nadie le interesa ya leerlos.
¿Crees que esto va solo de usar unas palabras u otras? En absoluto. Cuando el lenguaje cambia, cambia la realidad. Y aquí tienes las claves para detectarlo en tiempo real: si no puedes nombrar una injusticia con claridad, alguien te está robando las palabras.
Si una palabra significa todo y nada a la vez, desconfía. Si te cuesta seguir el hilo de una noticia porque aparecen diez nuevas cada día, te están mareando a propósito. Si no puedes nombrar una injusticia, no puedes combatirla.
Si se degrada la palabra «democracia» hasta que justifique cualquier abuso, ya no es una herramienta del ciudadano: es una coartada del poder. Y si el disenso no se castiga con leyes, sino con etiquetas sociales, entonces ya no hace falta censura: basta con tu miedo a ser señalado.
Como profesional de la comunicación, me siento en la obligación moral de señalar estas técnicas cuando las veo, independientemente de quién las use. Porque hoy no necesitamos quemar libros. Basta con que los jóvenes no sepan quién fue Klemperer.
Basta con que los adultos repitan consignas sin saber de dónde vienen. Basta con que digas que todo va mal, pero no sepas explicar por qué. Basta con que te falten palabras para nombrar lo que ves, porque alguien ya se ha encargado de vaciarlas, disfrazarlas o estirarlas hasta que entren en ellas verdades completamente falsas.
La forma más eficaz de control no es la que te impone lo que debes pensar. Es la que te deja libre… para no poder pensar otra cosa. Y cuando te das cuenta, ya es tarde. No hay barrotes que romper, ni mordazas que quitar. Solo queda recuperar el lenguaje, las preguntas, el pensamiento libre.
Solo queda volver a decir, sin miedo, lo que aún se puede pensar.