La tibieza es esa balsa compuesta por opiniones intrascendentes, de corto recorrido, que sólo buscan la proyección a través de una aceptación casi obsesiva, profundamente ligada a los códigos de este tiempo nuestro.
Necesitamos un reconocimiento perpetuo en lo intrascendente. Es la primera vez que sucede esto en la biografía de la humanidad por la irrupción de tecnologías que modifican identidades y subjetividades. Esos sujetos huecos que tan bien define Lola López Mondéjar en sus trabajos más recientes.
No nos interesa el otro, simplemente, necesitamos estar en ese otro a través de lo que pensamos y, sobre todo, sentimos. Exigimos, por lo tanto, una homogenización del nosotros para sentir que estamos en el lugar adecuado. No queremos ser protagonistas de nuestras vidas, esto exigiría un comportamiento responsable y toda responsabilidad solicita de una decisión.
Los tibios son personas que se ponen de perfil. Que nunca se mojan ni toman partido. Que tienen una opinión para todo y para todos. Su comportamiento es mutable en función de la persona con la que se encuentren, vivan o trabajen. Gente invertebrada que no asume responsabilidad alguna ante la naturaleza de lo humano. Groucho Marx lo dijo mejor que yo y con más guasa.
En ocasiones, se esconden y hacen que otros se escondan por la mancha que suponen. Los tibios han hecho de la mentira el único modo posible de estar en el mundo, un modo de supervivencia que impide perder la cabeza ante la evidencia de lo que uno realmente es.
Son personas que se dejan arrastrar por las corrientes de los vientos de nuestro presente, tan cambiantes y coléricos; que no tienen arraigo en una moral crítica y cuya opinión termina por confundirse con la del vecino del quinto, o el cincuentón adicto al tardeo cuya próxima ITS le espera a la vuelta de la esquina.
Esta tibieza nuestra solicita un lenguaje exiguo, un pensamiento infantil y una moral suspendida. Somos niños y niñas corriendo en un patio de recreo, empujándonos, insultándonos, mientras los señores de uniforme avanzan implacables por geografías de todo el mundo. Señores de uniforme que han leído, de manera magistral, nuestra manifiesta idiotez y nos gobiernan a golpe de sticker y reel.
Necesitamos, permanentemente, que nos reconozcan en actos que antes formaban parte, exclusivamente, del paisaje cotidiano. ¿Qué esperamos del mundo al compartir una foto de nuestros hogares? ¿Qué tipo de reconocimiento anhelamos? ¿Sabemos qué deseamos cuando hacemos esto? Incluso, podemos ir un poco más allá, y disculpen esta marisma de cuestiones, ¿sabemos qué es el mundo cuando nos dirigimos a él a través de acciones intrascendentes?
Quizá ha llegado el momento de asumir que este cambio de paradigma es el paradigma. Quizá ha llegado el momento, no de bajar los brazos, pero sí asumir que hay una parte de nosotros que ya no puede recuperarse porque no tiene cabida en el orden de este nuevo mundo y que hay que crearle un traje distinto a esta piel.
Quizá sea el momento de los tibios, de la gente de moral suspendida, desafectada. Quizá todo esto sea y es así, pero mientras sigamos escribiendo un adverbio habrá una posibilidad de cambio. Y hacia allí debemos dirigirnos.