Hace unos días falleció José Mujica, una figura que, más allá de las simpatías políticas, nos dejó reflexiones profundas y necesarias. Una de ellas da título a este artículo y sirve como punto de partida para volver a mirar de frente el caótico sistema educativo que arrastramos en nuestro país.

Desde 1980 se han aprobado ocho grandes leyes educativas, cada una influida por el color político del gobierno de turno, lo que ha generado inestabilidad, falta de continuidad y escaso consenso duradero. A esto se suma la fragmentación territorial: en la práctica, convivimos con 17 sistemas educativos distintos, uno por comunidad autónoma. Mejorar esta situación será difícil mientras la educación siga siendo rehén de la polarización ideológica. Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos si no deberíamos blindarla, como se hace con aquello que una sociedad verdaderamente valora y necesita proteger.

Mujica recordaba que la educación no es solo un espejo del presente, sino una herramienta poderosa para construir el futuro. Pensar en ella como un derecho universal no es un simple ideal: es una urgencia moral y política.

Si queremos una sociedad libre, equitativa y próspera, debemos empezar por su base más sólida: la educación. Es el cimiento sobre el que se edifica toda sociedad democrática, justa y solidaria, ya que debe formar ciudadanos críticos, conscientes y responsables, capaces de transformar su entorno y contribuir activamente al bienestar colectivo. No hay progreso económico, cohesión social ni cultura democrática sin una educación sólida, accesible y orientada a formar personas íntegras. Por eso, invertir en ella no es solo una cuestión de política pública: es una declaración de principios sobre el tipo de futuro que queremos construir.

El sistema educativo debe ofrecer las mismas oportunidades a todos, independientemente de su origen social. Esa es la base de una sociedad justa. Pero una vez dentro, no podemos caer en la trampa de igualar a todos por abajo, como si el talento, el esfuerzo o la dedicación no contaran. A quien destaca hay que apoyarlo, estimularlo, permitirle crecer. A quien enfrenta más dificultades, hay que tenderle la mano, sin rebajar el nivel de exigencia general. Igualar en la mediocridad es empobrecer a todos. Como decía Aristóteles, “el saber es la más noble aspiración humana”.

En este sentido, el verdadero mérito —ese que combina inteligencia, esfuerzo y constancia— debe seguir siendo el principal ascensor social que permite a las personas avanzar más allá de su origen, garantizando una igualdad de oportunidades real. Si lo eliminamos, solo quienes puedan pagar universidades privadas, másteres muy costosos o estudios en el extranjero accederán a los mejores puestos. Así, la desigualdad no solo permanece, sino que se agrava.

Sin embargo, estamos viendo una tendencia preocupante: transformar la escuela en un lugar sin contenido real, donde se deja de lado el conocimiento profundo, el pensamiento crítico y el valor de la cultura. La figura del maestro se sustituye por la del “facilitador” o “coach”, que ya no enseña, sino que simplemente acompaña procesos poco definidos, perdiendo autoridad y viendo deteriorada su función.

A esto se suma la actitud de muchos padres, que sobreprotegen en exceso a sus hijos, impidiendo que enfrenten la frustración y el esfuerzo. Como resultado, se forman jóvenes frágiles, con poca resiliencia y mal preparados para afrontar los retos del mundo real.

En paralelo, la cultura digital ha tenido un profundo impacto en nuestra forma de acceder a la información. La inmediatez y la superficialidad dominan el entorno virtual, desplazando la reflexión y el análisis. Por eso, educar en pensamiento crítico no es opcional: es esencial para defender la democracia y el conocimiento riguroso.

La educación es, también, una herramienta de transformación social. Pero para que eso ocurra, debe ser mucho más que la simple transmisión de contenidos. Debe enseñar a pensar, a convivir, a cuestionar y a construir colectivamente. Como dijo Nelson Mandela, “la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”.

Hoy, más que nunca, en un contexto global marcado por la incertidumbre, el cambio climático, la revolución tecnológica y la fragmentación social, necesitamos una educación que prepare para lo inesperado. No basta con memorizar datos: es necesario aprender a aprender y desaprender, desarrollar creatividad, ética y resiliencia.

Una educación estancada en viejos esquemas no podrá responder a los desafíos del presente ni anticipar los del futuro. El futuro no se adivina: se construye. Y se hace desde las aulas y las familias. Por eso, preguntarnos cómo educamos hoy es preguntarnos qué tipo de sociedad queremos ser mañana.