Hace unos días, conversaba con un compañero de profesión sobre la sensación de extrañeza con la que vivimos. Como si, súbitamente, nos hubieran exiliado de la vida. Te acuestas una noche, con un mundo más o menos en orden: hay cierto suelo moral, cierta lógica ética y un lenguaje que nos concede amparo y nos protege de la intemperie. Y, oye, te acuestas bien a pesar de los problemas de la vida moderna, a pesar de la hipoteca y de la cuota de autónomos y de esa estafa que está siendo la regularización de nuestro régimen. Y duermes bien porque existe algo tan importante como es la confianza en la comunidad. La tribu sale adelante gracias a los vínculos que se establecen entre sus miembros, gracias al afecto y el cuidado. Gracias al amor. Una tribu se constituye, precisamente, por amor y para el amor.

Sin embargo, cuando te levantas, el orden del mundo ha desaparecido. El mundo está. El mundo es, pero no hay orden. El suelo moral se ha fracturado, la ética se ha hecho trizas y el lenguaje se retuerce en función de las ideologías. Todo son incendios, catástrofes. Gente que grita, gente que se enfada mucho. Gente que se lleva al terreno personal la concesión del último Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades a Byung-Chul Han. Y te insulta, te insulta porque no lo ves mal, casi le ves sentido por aquello de ser el pensador de este tiempo, que se mueve según las directrices de este tiempo. Pero todo es así. Agresión, gritos e insultos.

Este panorama me preocupa, ya no sólo cuando observo las manos pequeñas y delgadas de mi hija, sino que me preocupa desde la arquitectura del ahora. El pacto sobre lo humano ha desaparecido. Hasta hace unos años, menos de una década, el decoro frenaba según qué inercias. Mentir no salía gratis, por ejemplo. Había ciertos límites que no se negociaban. Dentro de ellos habitaban significados de palabras tan importantes como dignidad, elegancia, verdad. Qué palabras tan hermosas.

La ausencia de límites es, sin duda, una de las características que define a la sociedad contemporánea y a quienes la habitan. El tecnocapitalismo comprendió bien que la supresión de límites aceleraba los procesos deshumanizadores en cualquier ámbito de lo humano. Desde la política hasta las relaciones afectivas. Nada se ha librado de esta supresión. Lo macro, lo micro. Lo próximo, lo remoto. Las narrativas del éxito y del deseo han sido estupendos catalizadores. Logra todo aquello que deseas, alcanza todo éxito. Estas narrativas, por lo tanto, exigen que los límites sean derribados.

Pero, tal como advierte el psiquiatra y psicoanalista David Dorenbaum, "los límites existen y afectan a la psique. A lo largo de nuestra vida los tenemos que encarar una y otra vez". La actual propuesta en torno a la evasión de límites es el derrumbe definitivo. De repente, todos somos víctimas de algo, agresores de alguien. Una sociedad desquiciada que genera personas desquiciadas.

Escribo todo esto por una cuestión personal que llevo semanas soportando y porque soy vieja escuela en esto de pensar que lo personal es político. Y lo he soportado con cierto silencio y mucha resignación. Hay comportamientos que una no quiere ni puede igualar. Por aquello de la dignidad, elegancia y verdad. Incluso, por una cuestión de belleza. Mi participación, hace algunos meses, en un reportaje coral, en El País, sobre cómo nos estábamos relacionando hombres y mujeres, trajo un ruido que he gestionado como he podido. Hubo quien no compartía las cuestiones que se trataban, pero que supo acercarse desde el disenso. Cuestión que celebré y mucho. Hubo quien se quedó en el insulto y en la agresión.

Esto me llevó a estar algunas semanas con un perfil bajo en redes, pero los amigos y amigas me iban informando de la jugada por la gravedad de algunas declaraciones que espero terminen en delito por injurias. Y hubo, en femenino singular, quien decidió mentir sobre mi persona y mi vida personal, intuyo que por cuestiones que poco o nada tenían que ver con el reportaje, pero que todo y mucho con cuestiones que sólo pueden solucionarse yendo a terapia y afrontando la verdad de la vida que una tiene y el lugar real que ocupaba en la de otro.

Ojalá sirva este breve texto de mano tendida a la reflexión sobre ese modelo de convivencia que estamos generando en redes sociales. Una no puede defenderse de una mentira con otra mentira. Una no puede defenderse del insulto con otro insulto. Ese es el juego que buscan. Porque mentir es una opción y, además, es una opción que te define y presenta al mundo.