La noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa ha sorprendido. Se sabía que estaba enfermo, y que en los últimos tiempos había decidido volver a pasear por esa Lima que tanto le debe, revisitar los espacios que convirtió en protagonistas de sus novelas.
Quise escribir entonces, cuando volvió a recorrer esas calles y bares y rincones retratados en sus libros, que quizás estuviera ofreciendo sus obras a Netflix, tras las polémicas y los éxitos de las adaptaciones y estrenos de Pedro Páramo y de Cien años de soledad. Sin duda, si un escritor hispanoamericano merece que sus libros y su universo sean convertidos en series o películas para la televisión, más allá del formalismo de la adaptación, de la capacidad del cine de captar todo lo que ocurre en un libro sin necesidad de ser narrado, ese escritor es Mario Vargas Llosa.
Cuando falleció Alexander Solzhenitsyn, autor de Archipiélago Gulag y otras grandes denuncias del estalinismo, creo recordar que The Economist tituló en portada: The Death of a Giant. O quizás fuese la revista alemana Der Spiegel, no lo tengo claro. En todo caso, la prensa mundial escrita en español debería hoy rescatar ese titular para despedir a una de las mayores figuras literarias del siglo XX, cuya contribución a la narrativa escrita en castellano ha sido tan formidable como decisiva.
Hay dos factores que conviene combatir cuando se toca la figura de Vargas Llosa. El primero de ellos es su posicionamiento político, que tanto disgustó en sus últimos años a los defensores de la libertad de pensamiento, siempre y cuando esa libertad coincida con sus postulados. El segundo factor es la conversión del escritor en personaje, de la mano de sus años de convivencia con Isabel Preysler, las portadas de las revistas del corazón y su aparición frecuente en programas televisivos de audiencia inversamente proporcional a la calidad e inteligencia de sus contenidos.
Con respecto al primer asunto, una persona consagrada que decide asumir el incómodo compromiso de dejarlo todo para presentarse a unas elecciones merece todo el respeto de los amantes de la democracia. Su derrota en segunda vuelta en las elecciones de 1990, contra Alberto Fujimori, fue el resultado de un ejercicio casi heroico de honestidad cívica e intelectual, el frustrante colofón de un paso adelante valiente y decidido, que poquísimas personas en su situación de habrían atrevido a dar.
Los gobiernos de Fujimori, los manejos de Vladimiro Montesinos y el desmantelamiento de las instituciones peruanas en aquellos años de corrupción y guerra salvaje contra Sendero Luminoso están en la base de muchos de los males del Perú actual, un país casi a la deriva en manos de una cuadrilla de dirigentes post-fujimoristas que nadie sabe muy bien cómo reaccionará ante la muerte de uno de los mayores hijos de la nación.
Por todo eso, es urgente el rescate y relectura de Como pez en el agua, la vasta y rotunda crónica de aquella campaña electoral y de todo lo que ocurrió durante su efímero pero intenso paso por la política nacional. Es sólo una conjetura, claro, porque no se puede saber lo que habría pasado con Vargas Llosa al frente de la nación, pero no resulta descabellado pensar que habría respetado las instituciones, que habría tratado por todos los medios de vigilar y castigar la corrupción imperante, y que habría puesto todas sus capacidades al servicio de un país mejor y más justo. Quienes despotrican de él por sus fotos y cercanía a dirigentes actuales de capacidad y honestidad dudosas harían bien en recordar lo que supuso aquella decisión inaudita, contra toda lógica, aquel abandono de su irrenunciable compromiso con la literatura porque sintió que tenía ante él un deber más alto, un deber ineludible para con su propio país y su gente más castigada.
El segundo elemento al que hacía referencia tiene que ver con ese extraño episodio de conversión en un personaje, sometido a las reglas de las revistas de cotilleos y programas televisivos de entretenimiento barato. Sin embargo, conviene de nuevo recordar que ni siquiera esa vida quizás más desenfadada le impidió entregar puntualmente sus polémicas columnas, a veces propicias para causar la indignación de sus propios admiradores, o algunos de sus últimos libros, para celebración de sus lectores.
Vargas Llosa, a través de su literatura, nos transportó siempre a otro mundo, a menudo esa Lima feroz y horrible de calles grises y cielos encapotados; otras el Congo belga, República Dominicana o la cordillera andina. Recuerdo muy bien que mi primera visita a un restaurante peruano -el que abrió en Madrid hace muchos años ese genio llamado Gastón Acurio- se convirtió en un verdadero festival metagastronómico, al leer la carta y encontrar a mi alcance, todos esos platos sabrosos de la cultura peruana que ahora, con justicia, están de moda en todo el mundo: el ceviche, el ají de gallina, las papas a la huancaína, el pincho de corazón, la causa limeña.
Toda una extensión de las obras de Vargas Llosa, con el acompañamiento imprescindible de un pisco sour. Durante un par de horas me sentí parte de ese universo peruano y limeño al que logré acceder gracias a páginas y páginas de los libros que escribió Vargas Llosa, y que yo había leído entusiasmado y casi adicto en largas tardes y noches dedicadas a ese placer íntimo que es la lectura, asombrado por lo que un hombre dotado de un talento extraordinario e irrepetible puede llegar a contar y transmitirnos con las palabras del diccionario. Descanse en paz Mario Vargas Llosa, el último gigante de las letras hispanas.