Aunque somos una cultura fundamentada en la primacía de lo racional, que consideramos que aquello que debe regir al ser humano es su intelecto, desde la psicología sabemos hace ya bastantes décadas que nuestro diseño biológico no es ese, sino que la emoción, por estar vinculadas a las necesidades y supervivencia, tiene primacía sobre lo racional.

Esto no niega la importancia, ni cómo la capacidad racional puede ayudarnos a cambiar o regular emociones, pero sin entrar en matices técnicos, dicho así, a bulto, somos más emocionales que racionales.

El problema es que la industria del marketing primero, y la política después (o quizás la introducción del marketing en la política hasta el punto de que tenemos un discurso al servicio de la propaganda y no al revés) han estudiado a fondo nuestras investigaciones para poder ser más persuasivos a la hora de influir en cómo percibimos las cosas y qué compramos (material o ideológicamente hablando).

Y menudo pedazo de filón con el que dieron, los muy canallas y torticeros.

Hay un viejo lema en psicoterapia que dice que “la emoción mueve a la acción”, es decir, que es más fácil movilizar y exhortar las posiciones más vehementes a través de tocar teclas emocionales que de argumentos, y en base a dicho lema, la política actual, (o quizás, mejor dicho la “postpolítica” viendo cómo se adhiere al postmodernismo) se basa totalmente en ello: ¿para qué realizar complicadas propuestas legislativas, sacar partidas presupuestarias para nuevas medidas o reformas tecnócratas cuando vale simplemente espolear las identidades y emociones del electorado?

El “nosotros contra ellos”, el “miedo al perverso contrario” o “representamos lo buenos, justo y bello” son los argumentos de fondo de las políticas actuales. Totalmente vacías de contenido real, de propuestas concretas más allá de frases o ideas superfluas y manidas, poco definidas pero que evocan mucho, para no pillarse los dedos pero conseguir que la gente se agite.

Quien quiera una prueba sólo tiene que ver los planes de educación de los últimos gobiernos: grandes objetivos moralistas, centrarse en el debate concertada vs pública y religión vs ciudadanía, pero poco hablar de lo importante: los ratios de alumno por profesor, la pérdida de confianza y autoridad en el profesorado y los resultados lamentables en el informe PISA o la absoluta pérdida del pensamiento crítico frente a una excesiva tecnificación… Y es que es mucho más fácil criticar o elevar la cruz católica que hacer una reforma de calado, que es lo que este país necesita.

La otra gran tendencia, más propia aún de los jóvenes, es la de victimizar a su grupo, presentando todo como un ataque vil y una amenaza a la supervivencia, a fin de crear unidad y sensación de emergencia entre los suyos. Exactamente de la misma forma que ante la caída de popularidad del líder siempre se declara una guerra para lograr cohesión interna, ahora se inventan un conflicto inexistente y elevan todo al grado de amenaza y ultraje.

Se postulan como representantes de un colectivo, como los defensores frente a lo ajeno y vil del otro, mientras que se llenan la boca de palabrería mojigata y grandilocuente. Y lo lamentable del carajo es que lo hacen porque les funciona, evidentemente.

Creo firmemente en atender lo emocional, y creo que la política tiene mucho más allá del materialismo, pero entre discursos efectistas y emocionales estamos poniendo los últimos clavos en el ataúd de una civilización, la occidental, que va camino del guerracivilismo y de perder las últimas oportunidades frente a un oriente que hace los deberes en geopolítica, tecnología, educación o demografía mientras nosotros agitamos símbolos, nos escandalizamos y nos elevamos a seres de luz frente al oscuro y tenebroso rival, que en el fondo, es otro compatriota y vamos todos en el mismo barco.