La última semana del mes de agosto en Málaga es un código de barras. Negro y blanco. Blanco y negro, los colores de ese código bien pueden servir para definir una ciudad tan viva por un fenómeno, como muerta por otro.
Málaga siempre está viva. Lo ha conseguido con el paso de los años. No se trata de una de esas capitales que quedan en parálisis cuando llega un domingo; no es una de esas que no termina de carburar cuando llega una época de “vacas flacas” (seguramente, porque aquí no hay de eso, sino de vacas más pequeñas, simplemente). Está viva y se nota, se siente y lo disfrutamos. Y más, en pleno agosto.
Esa percepción (nada irreal) de que la ciudad se mueve a un ritmo acelerado, pero no estresante (eso lo dejamos para las grandes urbes) se incrementa más aún cuando llega una cita como la que acabamos de salvar. Salvada y bien, atendiendo a que se puede decir que estuvo libre de grandes altercados y cargada de felicidad y entusiasmo de pequeños y mayores.
En el mes de agosto malagueño se suman el limón y la sal; el turista y lo nuestro se conjugan en una coctelera perfecta que ‘arma el belén’ en pleno verano. El resultado, el que ya saben. La Málaga viva… más viva que nunca.
El otro color del código de barras es el negro, porque así lo decidieron los americanos que lo patentaron, allá por 1952. Sencillez cromática que nos sirve para visualizar lo que les comentaba: tras una semana de fiesta y actividad continuada, llega cada última semana de agosto una etapa de pausa, que se toman bastante en serio quienes nos representan en las instituciones, que casi establecen por decreto local que las vacaciones y el periodo de parada momentánea son ahora.
No hay más que echar un vistazo a la agenda de la ciudad estos días, para comprobar que Málaga está viva, pero sus gobernantes parecieran adormecidos tras la semana de los farolillos. La ciudad no está parada, pero pareciera que alguien la hubiese domado a base de tranquilizantes.
Ante un otoño que no están pintando de gris oscuro, no hay tiempo que perder ni oportunidad que desperdiciar. El ciudadano de a pie al menos lo tiene claro: por delante, retos y más retos. El de salvar su situación económica, seguramente es el primero de todos.