El 28 de diciembre celebramos el Día de los Santos Inocentes. Solía ser un día amable: se publicaban noticias falsas, se gastaban bromas, se colgaban monigotes de papel a los más crédulos y, al final, todos nos reíamos. Nadie se enfadaba demasiado porque la inocentada duraba lo justo: un día. Al día siguiente, la realidad volvía a su sitio. O eso creíamos.
Porque si algo ha dejado 2025 es la sensación inquietante de que llevamos un año entero viviendo como si fuera el Día de los Inocentes. No porque no sepamos que nos mienten, sino porque, por razones más profundas, seguimos creyendo lo que necesitamos creer.
Nos miente el presidente del gobierno, demasiadas veces para contarlas, y lo sabemos. El jefe de la oposición no siempre ejerce como tal, y también lo sabemos. Los partidos que sostienen al PSOE en el gobierno trafican con nuestro dinero y extorsionan a un ejecutivo vendido al mejor postor. Vemos ataques al Estado de derecho, tensiones con el poder judicial, acusaciones a jueces cuando sus decisiones no soportan la conveniencia política.
Y también malas políticas económicas que esquilman nuestros bolsillos, torpezas diplomáticas que nos debilitan como país. Corrupción institucional alrededor del partido que gobierna, de sus socios, de la familia del presidente. Nada de esto es invisible. No somos ingenuos. Y, sin embargo, algo falla.
La pregunta incómoda no es por qué mienten los políticos. La pregunta es por qué la mentira no tiene consecuencias proporcionales. Por qué se normaliza. Por qué se justifica. Por qué se olvida tan rápido. Por qué siempre hay un motivo para perdonar “a los nuestros”. Esa pregunta que intento responder desde hace años y que me ha llevado a estudiar el tema seriamente, no es muy original. Otras personas también tratan de responderla.
Por ejemplo, Benito Arruñada cuando, en su recién publicado libro La culpa es nuestra (La esfera de los libros, 2025), nos recuerda que los políticos no caen del cielo, sino que reflejan lo que el electorado premia, tolera o excusa. No hacen exactamente lo que queremos en abstracto, pero sí lo que, en el fondo, estamos dispuestos a aceptar.
La mentira política no prospera solo por habilidad del mentiroso, sino por la demanda social de relatos cómodos. Lo vestimos de manipulación porque nos deja más tranquilos, pero, en el fondo, es cooperación involuntaria.
Los sesgos cognitivos ayudan: buscamos confirmar lo que ya pensamos, rechazamos lo que nos incomoda, preferimos la identidad al argumento, el consuelo al esfuerzo de revisar creencias. La política se convierte así en un gran teatro de inocentadas prolongadas, donde cada cual finge indignarse con la mentira ajena mientras disculpa la propia.
El resultado es muy peligroso porque una ciudadanía que se comporta como “inocente” acaba delegando su responsabilidad cívica. Según la Real Academia de la Lengua, la palabra hace referencia tanto a alguien fácil de engañar como a quién está libre de culpa.
Y así, la sociedad de “los inocentes” nunca es culpable de nada, como si todo el mal que padece hubiera sobrevenido mágicamente. Y por ello, espera que otros arreglen lo que ella no está dispuesta a sostener. Se indigna a ratos, vota o se abstiene por impulso, y luego vuelve a esperar. Como si la democracia funcionara sola.
Pero hoy comienza el nuevo año, y el que más y el que menos se plantea cómo abordar este recién estrenado 2026. Quizá por eso me resonó tanto una frase que Robert L. Stevenson escribía en uno de sus poemas: “No busco riqueza, esperanza, ni amor, ni siquiera un amigo. Todo lo que busco es el cielo sobre mi cabeza y un camino para mis pies”.
No pedía certezas absolutas ni garantías eternas. Pedía orientación y responsabilidad. Saber dónde está uno. Mientras tengamos camino por delante, habrá esperanza.
Y quizá por eso también me hizo reflexionar en el mismo sentido una conversación reciente con Alberto Terol, siempre inspirador, en la que me explicaba que, para él, se ha acabado el tiempo del análisis infinito. Ahora toca construir. Ser makers. No grandes héroes, no salvadores, sino personas que hacen lo que está en su ámbito: pensar mejor, discutir mejor, votar mejor, exigir mejor, trabajar mejor.
Este 2026 no necesita optimismo impostado ni listas de buenos propósitos. Necesita menos inocencia y más madurez. Menos fe ciega en líderes y más exigencia sostenida. Menos relatos tranquilizadores y más incomodidad fértil. Menos esperar soluciones y más asumir que la política es, también, un reflejo de nosotros.
Es decir, ser valientes para quitarnos la confortable venda de los ojos, humildes para reconocer lo que no hemos hecho, y proactivos para ejercer nuestra capacidad de agencia, cada cual en su ámbito.
Quizá empezar el camino consista en algo sencillo y difícil a la vez: dejar de colgarnos monigotes unos a otros y empezar a mirarnos como adultos responsables de lo que toleramos. Deirdre McCloskey ha llamado a esto adultismo, que es la virtud cívica de comportarse como adultos en una sociedad libre.
No pedir al poder que nos proteja de todo, no delegar el juicio moral, no exigir derechos sin aceptar responsabilidades. Una democracia adulta no es la que no se equivoca, sino la que no se refugia en la inocencia cuando el error llega. Quizá lo que ha mostrado 2025 no es solo un problema de líderes, sino un déficit de adultismo cívico.
Porque el problema no es que nos mientan. El problema es seguir actuando como si no lo supiéramos. Por eso quiero desear a todo el mundo un feliz y adulto 2026.