Tras las elecciones extremeñas, más allá de los pactos y los equilibrios parlamentarios, ha habido un fenómeno revelador: el tono.

El partido peor parado, el PSOE, y su ecosistema mediático y cultural afín, han reaccionado no con autocrítica, sino con una forma nada sutil de desprecio moral hacia el votante extremeño.

No ha sido un insulto directo. Ha sido algo más sofisticado y, por eso mismo, más inquietante. Fotografías, referencias culturales, ironías compartidas en redes y columnas que evocan un imaginario muy concreto: el del extremeño como campesino atrasado, como heredero del “señorito” y el criado, como personaje de Los Santos Inocentes.

No se señala al votante por lo que ha elegido, sino por lo que supuestamente es. Son los mismos que tanto han llorado a Robe, extremeño excelso cantante del grupo cuyo nombre dice todo: Extremoduro. Ah, pero Robe era “de los suyos”, nada que objetar.

El mensaje implícito es claro: si no votas lo correcto, es porque no sabes. Porque no entiendes. Porque sigues anclado en un pasado de sumisión y atraso. Y esa forma de mirar al elector dice mucho más del partido que pierde que de la región que vota.

Pero conviene recordar algo que suele omitirse cuando se recurre a ese imaginario de atraso. Las familias extremeñas no salieron de la miseria gracias a la tutela condescendiente del poder, sino cuando tuvieron apertura, educación y oportunidades.

Extremadura ha sido tierra de hombres y mujeres que se enfrentaron a lo desconocido, que asumieron riesgos y que buscaron horizontes donde no los había.

Desde Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa o Pedro de Valdivia, hasta generaciones posteriores que emigraron, estudiaron o emprendieron, la historia extremeña no es la del inmovilismo, sino la de la búsqueda de oportunidades fuera de un entorno que se las negaba.

No son los extremeños los que fallan. Son las políticas las que, durante décadas, no han creado las condiciones para que ese talento se quede.

La paradoja es evidente. Ese mismo PSOE que ahora deja caer, con desdén cultural, que Extremadura no está a la altura del progreso, ha gobernado esa comunidad durante décadas. No durante una legislatura incómoda, sino durante generaciones políticas enteras.

De los 40 años de autonomía, el PSOE ha disfrutado durante 36 años de la capacidad para dotar a la región de mejores opciones. Si Extremadura fuera el estereotipo que ahora se sugiere, ¿no sería, en buena medida, responsabilidad de quienes la han gestionado tanto tiempo?

Más aún, el desprecio simbólico contrasta violentamente con los hechos. Porque no estamos hablando de una región que haya rechazado infraestructuras, inversión o modernización. Estamos hablando de una región a la que se le ha negado sistemáticamente.

Extremadura no arrastra un problema anecdótico de infraestructuras, arrastra un déficit estructural, profundo y documentado que se ha convertido en una forma de desigualdad territorial normalizada.

El PSOE ha disfrutado durante 36 años de la capacidad para dotar a la región de mejores opciones

El caso del ferrocarril es el más visible y por eso el más incómodo. Es la única comunidad peninsular sin red ferroviaria moderna, durante décadas con tramos sin electrificar, vía única, material obsoleto, velocidades impropias del siglo XXI y episodios recurrentes de averías, incendios y trenes detenidos durante horas, hasta el punto de generar protestas ciudadanas sostenidas y un consenso transversal sobre la existencia de una “deuda histórica”.

Pero reducir el problema al tren sería engañoso. Ese mismo atraso se proyecta en la dificultad para atraer y retener especialistas sanitarios, en hospitales con menor dotación tecnológica y mayores tiempos de acceso, en un sistema educativo condicionado por la despoblación, la escasez de oferta formativa avanzada y una brecha de oportunidades persistente.

No es una carencia absoluta, es algo más grave: una desventaja sistemática frente al resto del país.

El ejemplo más reciente es la central nuclear de Almaraz. Para buena parte del discurso urbano y activista, su cierre es una obviedad moral. Para Extremadura, es empleo, tejido productivo, recaudación y estabilidad energética. Es simple supervivencia.

El PSOE ha defendido su cierre desde una lógica climática abstracta, sin ofrecer una alternativa real equivalente para el territorio. Y ahora parece sorprenderse de que quienes viven allí no aplaudan la decisión.

Sin embargo, en lugar de asumir esta responsabilidad, parte del discurso progresista ha optado por una explicación mucho más cómoda: el votante extremeño no sabe lo que le conviene. No entiende el mundo. Vota mal. Y, por tanto, merece ser caricaturizado.

Este patrón no es nuevo. Se repite cada vez que ciertos territorios periféricos dejan de votar “como deberían”. Ocurrió en zonas industriales, ocurrió en áreas rurales, ocurrió en otros países europeos. Cuando el proyecto político deja de ofrecer resultados tangibles, se moraliza el desacuerdo.

El problema ya no es la política, sino el currante, el agricultor, el ciudadano. Pero esa estrategia tiene un coste enorme. Porque rompe el vínculo básico de la democracia, que es el respeto al votante. Y porque convierte a regiones enteras en objetos de pedagogía o de corrección, no en sujetos políticos con intereses legítimos.

Extremadura no ha votado contra el progreso. Ha votado contra un proyecto que, durante años, le ha prometido modernización mientras mantenía infraestructuras obsoletas; que le habla de transición energética mientras le retira una de sus principales fuentes de empleo; y que ahora, tras perder apoyo, responde con condescendencia cultural. La democracia no se resiente cuando un partido pierde unas elecciones.

Cuando el proyecto político deja de ofrecer resultados tangibles, se moraliza el desacuerdo.

Se resiente cuando decide despreciar a quienes ya no le votan. Y en ese sentido, lo ocurrido tras las elecciones extremeñas dice menos sobre Extremadura que sobre la incapacidad de parte de la izquierda para aceptar que gobernar durante décadas no garantiza la indulgencia plenaria.

El tan aclamado Robe Iniesta, tristemente fallecido hace muy poco, en su canción “Stand by”, nos habla de un personaje esperando eternamente la llegada de su amada.

“Vive mirando una estrella, siempre en estado de espera, bebe a la noche ginebra, para encontrarse con ella”. Y no puedo dejar de pensar que Extremadura vive así, soñando con una estrella y siempre en estado de espera.