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Opinión BLUE MONDAYS

Mercosur y el nuevo dilema europeo

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Durante más de dos décadas, el acuerdo entre la Unión Europea y Mercosur ha sido una promesa aplazada. Un proyecto que avanzaba y retrocedía al ritmo de los ciclos políticos y de las contradicciones internas de Europa.

Por eso, que hace unos días se haya firmado un principio de acuerdo no es una sorpresa, pero sí un gesto cargado de significado. No tanto por su contenido inmediato como por el contexto en el que se produce y por las preguntas incómodas que vuelve a poner sobre la mesa.

Las negociaciones entre la UE y Mercosur comenzaron formalmente en 1999. Desde entonces han pasado gobiernos, crisis financieras, pandemias y guerras. En 2019 se alcanzó un acuerdo político que nunca llegó a ratificarse, bloqueado por reticencias medioambientales, presiones agrícolas y un creciente repliegue proteccionista dentro de la propia Unión.

Que ahora se reactive no responde a un súbito entusiasmo comercial, sino a una realidad geopolítica que se ha vuelto más áspera y menos previsible. Europa ha comprendido, quizá tarde, que su dependencia estratégica no se limita a la energía o a la defensa, sino también al comercio y a las reglas que lo ordenan.

Desde ese punto de vista, el acuerdo con Mercosur es un paso lógico. Amplía mercados, diversifica socios y reduce la excesiva centralidad de Estados Unidos en la arquitectura comercial europea. No es un desafío frontal a Washington, pero sí una señal de autonomía.

El sector agrícola europeo ha sido el primero en alzar la voz. Temen competencia desleal, estándares asimétricos y presión sobre precios

Y esa autonomía incomoda. No tanto por el volumen del intercambio, que es relevante pero manejable, sino por lo que representa. Una Europa que busca espacio propio en un mundo donde el multilateralismo clásico se debilita y las grandes potencias priorizan acuerdos bilaterales y zonas de influencia.

Las reacciones negativas no se han hecho esperar. El sector agrícola europeo ha sido el primero en alzar la voz. Temen competencia desleal, estándares asimétricos y presión sobre precios. El campo europeo vive una transición difícil, atrapado entre exigencias medioambientales crecientes y márgenes cada vez más estrechos. Pero conviene no confundir un problema estructural con un chivo expiatorio coyuntural. Mercosur no crea esa fragilidad, la expone.

Y Europa lleva años posponiendo un debate honesto sobre cómo proteger a sus productores sin cerrar su economía ni subvencionar indefinidamente un modelo que pierde competitividad.

Aquí aparece una de las grandes ambigüedades europeas. Defiende el multilateralismo en los discursos, pero lo practica con cautela extrema cuando los costes políticos internos afloran. El acuerdo con Mercosur pone a prueba esa coherencia.

No se trata solo de abrir mercados, sino de decidir si Europa quiere seguir siendo un actor normativo global o replegarse en una lógica defensiva mientras otros construyen redes comerciales más ágiles. En este sentido, mirar a los BRICS no es un ejercicio ideológico, sino una constatación de que el centro de gravedad económico se desplaza, le guste o no a Bruselas.

Europa no necesita más comercio, necesita una mejor política comercial

Para España, el acuerdo debería ser una oportunidad evidente. Los vínculos culturales, lingüísticos y empresariales con América Latina no son retóricos, son reales y operativos. Sectores como infraestructuras, energía, banca o servicios avanzados tienen una presencia consolidada en la región.

Sin embargo, la postura oficial oscila entre el entusiasmo discreto y la prudencia calculada, en ocasiones más preocupada por incomodar a Washington que por articular una estrategia propia. Jugar a todo lo que suene antiamericano puede generar aplausos internos, pero no es gratuito. Estados Unidos sigue siendo un socio esencial y una fuente de estabilidad financiera y tecnológica.

El acuerdo con Mercosur no es limpio ni perfecto. Ningún gran acuerdo comercial lo es. Pero tampoco es una amenaza existencial para Europa. Es, más bien, un espejo incómodo. Obliga a replantear prioridades, a asumir costes y a abandonar la comodidad de la ambigüedad permanente.

Si se gestiona con inteligencia, puede reforzar la posición europea en un mundo más fragmentado. Si se instrumentaliza políticamente, se convertirá en otro capítulo de parálisis estratégica.

Europa no necesita más comercio, necesita una mejor política comercial. Y eso exige liderazgo, pedagogía y una visión que vaya más allá del corto plazo electoral. Mercosur no es el problema. El problema es decidir qué papel quiere jugar la Unión cuando el mundo deja de girar en torno a sus normas. Esa es la verdadera negociación que está en marcha. Y esa sí que no admite más aplazamientos.