La fragilidad y la disfunción inherente del proyecto europeo han alcanzado tal magnitud que la Administración norteamericana en la reciente publicación de su National Security Strategy (NSS, 2025) lanza una crítica demoledora a Europa: una economía y una sociedad decadentes sin capacidad de competir en el escenario global.

Este diagnóstico es real, pero, a menudo, no se profundiza en las causas de esa dinámica entre las que se encuentra un aspecto fundamental que se ha olvidado: el progresivo desmantelamiento del proyecto del Mercado Único por la misma institución encargada de protegerlo: la Comisión Europea (CE).

Lejos de ser la guardiana estricta de las cuatro libertades, la CE, en especial en la era Van der Leyen, ha mostrado una alarmante claudicación ideológica y una voluntad peligrosa de sustituir las reglas del mercado por la mano visible del Estado y de una burocracia dirigista.

El resultado es una zona de libre comercio estancada, desprovista de su potencial dinámico, profundamente fragmentada y con una creciente injerencia e intervención de la eurocracia en casi todos los sectores de la economía continental, y no para introducir las fuerzas del mercado, sino para extender su poder. Esto ha sido y es un catalizador decisivo para el auge del nacionalismo y la extrema derecha en toda la UE.

La inacción de la Comisión ante la parálisis en servicios y capitales es igualmente censurable. Décadas después de la concepción del proyecto, se muestra incapaz o, peor aún, poco dispuesta a presionar a los Estados miembros para que eliminen las barreras nacionales que bloquean la libre circulación de servicios profesionales, telecomunicaciones y energía.

Bruselas ha diseñado una hoja de ruta que, de facto, fomenta la deslocalización industrial hacia regiones con costes energéticos más bajos y regulaciones menos estrictas

En cuanto a la Unión de los Mercados de Capitales (UMC), el fracaso es rotundo y evidencia la debilidad institucional de Bruselas. Al no lograr imponer una armonización mínima de las leyes de insolvencia y valores, la Comisión condena al capital europeo a permanecer cautivo dentro de las fronteras nacionales, obligando a las empresas innovadoras a buscar financiación en Nueva York, perpetuando así la dependencia financiera de terceros.

Por añadidura, la respuesta de la Comisión a las presiones geopolíticas, lejos de reafirmar los fundamentos del Mercado Único, ha sido la capitulación dirigida. Al flexibilizar drásticamente las normas sobre Ayudas de Estado a través del Marco Temporal de Crisis y Transición, la Comisión no solo abrió la caja de Pandora, sino que activamente fomentó una carrera de subsidios interna. Esta decisión, tomada bajo el pretexto de la "autonomía estratégica" ha distorsionado la competencia.

A lo expuesto se suma la imposición de un enloquecido plan de transición energética, letal para la base industrial y para la economía europea. La Comisión ha implementado una agenda climática que prioriza objetivos ideológicos de descarbonización rápida sobre la viabilidad económica y la competitividad global.

Este Green Deal, con sus regulaciones asfixiantes y costes energéticos desorbitados, actúa como un impuesto masivo y unilateral sobre la producción europea, obligando a las industrias de alto consumo energético (química, metalurgia, cemento) a competir con rivales globales que no están sujetos a las mismas restricciones onerosas.

En lugar de garantizar una transición ordenada y competitiva, Bruselas ha diseñado una hoja de ruta que, de facto, fomenta la deslocalización industrial hacia regiones con costes energéticos más bajos y regulaciones menos estrictas. Este celo regulatorio suicida condena a las empresas europeas a la obsolescencia y destruye empleo, acelerando la pérdida de relevancia económica del continente y volviendo a sus compañías incapaces de sobrevivir ante el ímpetu de sus competidores.

Bruselas ha generado una profunda sensación de inseguridad e inestabilidad cultural en las poblaciones locales

Por añadidura, esa negativa situación se ve dramáticamente agravada por la irresponsable política migratoria de la Comisión, que ha inyectado una dimensión de crisis social y seguridad en el corazón de la política europea. Al impulsar políticas de fronteras permeables y la falta de control efectivo sobre los flujos migratorios, Bruselas ha generado una profunda sensación de inseguridad e inestabilidad cultural en las poblaciones locales.

Esta incapacidad manifiesta para gestionar una función esencial del Estado –la protección de fronteras y el control demográfico– ha deslegitimado aún más el proyecto supranacional. Esta falta de control en el ámbito migratorio, combinada con la frustración económica generada por un Mercado Único fallido, es el combustible perfecto para el auge de los movimientos nacionalistas y la extrema derecha.

La Comisión, al desvirtuar el Mercado Único ha erosionado la principal promesa económica de la UE: prosperidad para todos. El mecanismo económico central de la UE es percibido como un instrumento que estrangula a la industria, y al mismo tiempo se aprecia un descontrol en la gestión migratoria.

Esta sensación de que la integración solo sirve a los intereses corporativos, a una élite ideológica y a la burocracia, es el caldo de cultivo perfecto para que las fuerzas radicales ofrezcan la ilusión de soberanía y protección ante una Bruselas vista como ineficaz, burocrática y, fundamentalmente, desleal a los principios que debía defender. El Mercado Único no está solo fracasado; ha sido activamente saboteado por sus propios administradores, abriendo la puerta al colapso político y al declive económico.