Lingotes de oro
En Economía, como en general ocurre con todas las otras áreas del conocimiento humano, los únicos saberes que de verdad importan son los que desafían el sentido común dominante. Y es que todo aquello que pueda concluir cualquiera con sólo pensar un poco, por definición, no suele poseer demasiada relevancia.
A los economistas se nos forma en las universidades haciéndonos interiorizar desde el primer día de clase el famoso paradigma del sube y baja (cuando esto sube, aquello baja; y viceversa), axioma epistemológico más conocido por “ley de la oferta y la demanda”.
De ahí que resulte tan estimulante desde el punto de vista intelectual intentar averiguar qué ocurre en el plano de lo fáctico cuando los datos estadísticos nos indican, y de modo inapelable, que en algún rincón de la economía no está funcionando la ley del sube y baja.
Una quiebra empírica, la de la premisa que ordena un incremento del precio cuando sube la demanda por encima de la cantidad ofertada en el mercado, que se pudo observar durante lustros y lustros con el precio internacional del oro. Ahora mismo, todos lo sabemos, el oro anda por las nubes; pero eso es ahora mismo, un ahora mismo que no se remonta a mucho más de tres años en el tiempo. Porque lo normal antes, y utilizo la palabra “normal” en su significado estadístico, no era eso, sino lo contrario.
De hecho, invertir en oro no solía ser un buen negocio la mayor parte del tiempo. Y no porque faltaran especuladores y arbitristas dispuestos a jugarse el dinero comprando y vendiendo esa materia prima tan escasa en la Naturaleza, sino porque un fenómeno muy extraño ocurría en la relación entre el comercio del oro y la manida ley del sube y baja.
El Gobierno de Estados Unidos se encargó durante lustros de que el precio de mercado del oro nunca subiera de modo significativo
Así, aunque la demanda creciera muy por encima de las cantidades ofertadas por los vendedores, el precio habitual del oro tendía de modo rutinario a perder fuelle o, en el mejor de los casos, a subir levemente, nunca en porcentajes dignos de atención. Y ello con relativa independencia de cuál fuese el volumen numérico de la demanda potencial insatisfecha.
¿Cómo podía ser que durante tanto tiempo ocurriera eso casi por rutina? Bueno, la explicación al misterio aparente resulta simple: el Gobierno de Estados Unidos se encargó durante lustros de que el precio de mercado del oro nunca subiera de modo significativo, propósito que consumó por la vía de usar sus propias reservas de ese metal para forzar caídas artificiales del precio cuando las fuerzas del mercado lo empujaban con fuerza en la dirección contraria.
Pero, ¿por qué esa permanente intervención, en apariencia tan arbitraria y extravagante, por parte de Washington? Pues por una razón puramente política que, en el fondo, se parecía bastante a la otra razón igualmente política que se oculta tras las constantes subidas del oro a las que estamos asistiendo en el instante presente.
Ocurre que durante los últimos tres milenios – año arriba, año abajo –, sátrapas, reyes, emperadores y gobernantes de Estados modernos acumularon en cofres ese metal, el oro, por considerarlo la reserva más segura de valor. Algo que todo el mundo, incluída la Casa Blanca, sabía de sobras cuando, en el mes de agosto de 1971, Richard Nixon anunció en una breve comparecencia ante la prensa que la impresión de nuevos billetes de dólar dejaría de seguir condicionada a la cantidad de kilos de oro en forma de lingotes que en cada momento estuviera almacenada en los sótanos blindados de la base militar de Ford Knox, en Kentucky.
Pero en ese nuevo mundo financiero que acababa de nacer, el de la libre flotación de monedas fiduciarias y no ancladas a nada, aferrarse a acumular reservas del viejo oro podría convertirse en una tentación demasiado fuerte para los Estados nacionales, todos lógicamente inquietos ante la inevitable volatilidad estructural del modelo sin límites externos ni controles que acababa de hacer irrupción en el escenario internacional.
Resultaría imprescindible en los sucesivos que los activos de deuda norteamericanos fuesen percibidos como más rentables y seguros que el propio oro
Una tentación, esa tan intensa, que hubiera resultado indiferente para Washington si no tuviese que gestionar dos inmensos déficits crónicos: el del presupuesto público y el de su balanza comercial; dos déficits paralelos, desmesurados e insostenibles en el tiempo cuya única vía de seguir manteniendo era que la factura procediesen a pagarla los habitantes del resto del planeta.
He ahí la razón última de que el oro, su secular atractivo en tanto que reserva universal de valor, se convirtiese en un peligro para el Gobierno de Estados Unidos; un peligro, sí, toda vez que el oro podría transformarse en un serio competidor internacional de sus títulos del Tesoro, el instrumento de deuda expresamente diseñado con el propósito de que esos dos déficits gemelos de Washington fueran financiados por los bancos centrales de los demás países industrializados.
Por tanto, resultaría imprescindible en los sucesivos que los activos de deuda norteamericanos fuesen percibidos como más rentables y seguros que el propio oro; y por eso la extraña anomalía observada durante tanto tiempo en la ley del sube y baja.
Pero, de repente, muchos países de eso que algunos han dado en llamar el Sur Global parecen querer casi cualquier divisa con tal de quitarse de encima el hábito de utilizar los dólares norteamericanos para realizar sus transacciones comerciales externas. Un cambio súbito de preferencias en cuanto a los instrumentos de pago que, de paso, está devolviendo al oro su antiquísima condición de medio preferente para la reserva de valor.
Así, multitud de bancos centrales de la periferia no occidental, empezando por el de China, se han lanzado a comprar y atesorar oro físico, y ello en detrimento de los bonos del Tesoro norteamericano. ¿Por qué? Pues por una razón simple. Porque tienen ojos y vieron lo que ocurrió con los fondos propiedad de la Federación Rusa depositados en entidades financieras de países aliados de Estados Unidos tras el inicio de la guerra en Ucrania.
Algo similar, la confiscación directa del dinero, que también ha ocurrido con los depósitos en el exterior de Irán y Venezuela. He ahí el muy prosaico catalizador en forma de miedo que puso en marcha la nueva fiebre del oro. Es miedo, solo eso.
*** José García Domínguez es economista.