El presidente del Gobierno ha afirmado esta semana que los presupuestos prorrogados “le sientan bien a la economía”. La frase, tan limpia y sonora como un eslogan de campaña, tiene la virtud de la simplicidad: suena tranquilizadora, evita matices incómodos y convierte una anomalía institucional en una normalidad gestionada.
El problema, claro, es que no es cierta. A quien realmente le sientan bien unos presupuestos prorrogados no es a la economía española, sino al Gobierno que los administra sin someterse al desgaste político y parlamentario que implica aprobar unas cuentas nuevas.
Mientras tanto, la economía real, esa que vive de expectativas, de planificación, de credibilidad y de coherencia fiscal, recibe un mensaje muy distinto: improvisación, falta de brújula y una peligrosa sensación de continuidad automática.
Porque gobernar con presupuestos prorrogados, por atractivo que resulte desde la política, tiene ventajas muy claras para el Ejecutivo.
"El Gobierno gana tiempo en diferentes aspectos: tiempo político, tiempo narrativo y tiempo para reacomodar relaciones con aliados que hoy dificultan los votos necesarios"
La primera es obvia: evitar negociar. Y especialmente ahora. Con unos socios parlamentarios cada vez más imprevisibles y con tensiones territoriales continuas, negociar unos Presupuestos Generales es un ejercicio de funambulismo que el Gobierno ha decidido evitar.
Se quita de en medio tener que someterse a un debate parlamentario que podría resquebrajar la legislatura o exponer contradicciones internas.
Además, el Gobierno gana tiempo en diferentes aspectos: tiempo político, tiempo narrativo y tiempo para reacomodar relaciones con aliados que hoy dificultan los votos necesarios.
Se ahorra, además, la obligación de ajustarse a la disciplina fiscal de Bruselas, que exige previsiones creíbles sobre déficit y deuda y que son casi imposibles de cuadrar en un contexto de crecimiento moderado, productividad estancada y gasto público creciente.
Parece claro que una economía moderna no puede funcionar indefinidamente con la hoja de ruta de hace dos años. Los presupuestos de 2023 respondían a un momento distinto.
Hoy España necesita más inversión productiva, mejor asignación de recursos productivos, y, sobre todo, una estrategia fiscal coherente y realista para los próximos años.
La sensación de improvisación se acentúa cuando se observa la otra gran decisión del Gobierno, es decir, el aumento del techo de gasto para 2026.
"Si la senda de déficit no se aprueba, las comunidades autónomas quedan obligadas a cerrar sus cuentas en equilibrio"
El Consejo de ministros ha aprobado un límite de gasto no financiero que sube alrededor de un 8,5%, situándose en unos 212.000 millones de euros (o unos 216.000 si se incluyen los fondos europeos).
El techo de gasto debe pasar por las Cortes, sí, pero el margen de maniobra parlamentaria es peculiar: el Gobierno lo fija y las Cámaras pueden avalarlo o tumbarlo, pero no reescribirlo.
Además, si la senda de déficit no se aprueba, las comunidades autónomas quedan obligadas a cerrar sus cuentas en equilibrio, lo que reduce su capacidad de gasto mientras el Gobierno central mantiene el marco que ha decidido. Lo ancho para mí y lo estrecho para los otros.
En otras palabras, el Ejecutivo se reserva la capacidad de aumentar el gasto potencial futuro sin tener que presentar, al menos de momento, unas cuentas nuevas que expliquen cómo, dónde y por qué va a gastar.
"A este cuadro se suma otro elemento que conviene explicar con transparencia: la deuda pública. Los datos del Banco de España la situaban el 103,4% del PIB"
El problema de fondo es que, sin presupuestos, España se queda sin planificación. Un país no se paraliza por tener sus cuentas prorrogadas, pero sí se empobrece lentamente: porque la economía no solo necesita gastar; necesita saber cómo, cuándo y con qué horizonte se gasta. La incertidumbre también es una forma de coste.
A este cuadro se suma otro elemento que conviene explicar con transparencia: la deuda pública. Los datos del Banco de España la situaban el 103,4% del PIB en el tercer trimestre.
Y es cierto, pero solo parcialmente. Como recordaba el economista Daniel Lacalle, ese porcentaje corresponde a la deuda pública conforme al Protocolo de Déficit Excesivo, es decir, la deuda “visible”, la que ya está oficialmente registrada.
El problema es que ese dato excluye pasivos relevantes que condicionan la solvencia futura del país. Están, en primer lugar, los pasivos contingentes, es decir, los avales, garantías y compromisos que solo se activan si se produce un evento adverso, pero que pueden convertirse en deuda efectiva de un día para otro.
Basta recordar los avales del ICO durante la pandemia para entenderlo: no eran deuda hasta que empezaron a serlo.
Están también las obligaciones de empresas públicas y entes dependientes que, cuando no son sostenibles, terminan consolidándose en las cuentas del Estado.
"Una política que se acomoda en la prórroga puede funcionar durante un tiempo. Una economía, no"
Y, finalmente, están los compromisos futuros no financiados, y me refiero a las pensiones, prestaciones y obligaciones de largo plazo, que no figuran como deuda oficial, pero que condicionan la capacidad fiscal tanto o más que la deuda explícita.
Si se sumaran estas capas, algunos analistas estiman que la deuda “real” se acercaría más al 120 o 130% del PIB que al 103% oficial. No existe una cifra oficial para el agregado, pero la conclusión es evidente: el dato que se comunica es solo una parte de la historia.
Por eso resulta tan desconcertante escuchar que unos presupuestos prorrogados “le sientan bien a la economía”. Le sientan bien al Gobierno, sin duda. Pero a la economía, que necesita señales, prioridades, planificación y transparencia, no tanto.
Una política que se acomoda en la prórroga puede funcionar durante un tiempo. Una economía, no. Y menos aún una economía que vive sobre una montaña de pasivos visibles e invisibles, en un entorno europeo que exige disciplina fiscal y en un país donde la confianza es un recurso escaso.
España puede navegar un año más en piloto automático. Pero eso es simplemente ausencia de dirección. Y cuando la política confunde continuidad con estabilidad, la economía acaba recordándole que no son lo mismo.