IA
En 1950, Alan Turing se preguntó si las máquinas podían pensar. En 1956, John McCarthy acuñó el término “Inteligencia Artificial” en la conferencia de Dartmouth, inaugurando un campo que durante décadas alternó entusiasmo y decepción.
Desde entonces, la historia de la IA ha seguido una trayectoria oscilante, marcada por inviernos y renacimientos: los años de la IA simbólica, los sistemas expertos de los ochenta, el renacer probabilístico y, finalmente, la revolución del deep learning en el siglo XXI.
Aquella visión de Turing, en la que una máquina pudiera comportarse indistinguiblemente de un ser humano, parecía lejana. Hoy, sin embargo, millones de personas interactúan cada día con sistemas capaces de entender, razonar y crear.
Desde el Index Thomisticus del padre Busa, procesado en tarjetas perforadas en 1949, hasta los modelos de lenguaje multimodales de 2025, el salto ha sido tan grande que ya no hablamos solo de una disciplina tecnológica: hablamos de una nueva economía.
Durante la última década, la inversión privada global en inteligencia artificial se ha multiplicado por dieciocho. Según el AI Index de Stanford, las empresas de IA atrajeron cerca de 92.000 millones de dólares en financiación en 2022, y Estados Unidos alcanzó un récord de más de 109.000 millones en 2024.
China sigue siendo el segundo polo, con un apoyo estatal sostenido, mientras que Europa lucha por cerrar la brecha: en 2020 apenas concentraba un 4% de la inversión mundial, aunque ha incrementado su apuesta con fondos públicos y el impulso regulatorio de la Ley de IA.
La distribución geográfica de la inversión revela una verdad esencial: la IA no es solo una carrera tecnológica, sino también geopolítica. Estados Unidos domina por su ecosistema de capital riesgo y sus gigantes tecnológicos, China por su estrategia nacional de soberanía tecnológica, y Europa por su enfoque normativo y ético. Cada modelo refleja una forma distinta de entender el valor económico de la inteligencia.
El desarrollo sectorial también ha seguido su propio ciclo. A mediados de la década de 2010, los vehículos autónomos absorbieron gran parte del capital, seguidos por la salud y la biotecnología, donde la IA acelera el descubrimiento de fármacos y el diagnóstico médico.
Posteriormente, las aplicaciones empresariales y financieras ganaron terreno, impulsadas por la automatización de procesos, la atención al cliente con IA y la detección de fraudes. En paralelo, surgieron empresas dedicadas al desarrollo de chips especializados y plataformas de infraestructura, sentando las bases del actual ecosistema deep tech.
A partir de 2021, la irrupción de la IA generativa transformó el panorama de la inversión. En 2024 captó más de 33.000 millones de dólares, impulsada por modelos capaces de generar texto, imágenes o código. Su transversalidad —aplicable a marketing, educación, programación o entretenimiento— la ha convertido en el motor económico más potente desde Internet.
La atención de los fondos se desplazó hacia modelos fundacionales, herramientas de productividad y soluciones empresariales que integran inteligencia generativa de forma masiva.
El auge de la IA ha desencadenado además una ola de gasto sin precedentes en infraestructura tecnológica. En la primera mitad de 2024, la inversión global en hardware y centros de datos para IA alcanzó 47.400 millones de dólares, con un crecimiento del 97% interanual.
El 70% de los nuevos servidores incluye ya aceleradores como GPUs, y más del 70% del gasto se realiza en la nube, donde los hyperscalers —Microsoft, Amazon o Google— compiten por construir la capacidad de cómputo que sostendrá la próxima década. Morgan Stanley estima que, de aquí a 2029, se invertirán tres billones de dólares en nuevos centros de datos dedicados a IA: una cifra equivalente al PIB anual de Francia.
En este contexto, los datos son el nuevo recurso estratégico: sin ellos no hay aprendizaje posible. La expansión del cloud computing ha sido esencial para procesar y compartir información a escala global, y ahora, al entrar en la era de la IA agéntica, los datos son más relevantes que nunca: constituyen la base sobre la que las máquinas pueden observar, decidir y actuar de manera autónoma.
El consumo energético asociado a esta infraestructura también es notable. Los grandes modelos demandan gigavatios de electricidad y millones de litros de agua para refrigeración.
Algunas empresas tecnológicas exploran fuentes propias de energía —desde plantas nucleares reactivadas hasta turbinas dedicadas—, y se están creando soluciones innovadoras: Microsoft, por ejemplo, ha desarrollado sistemas capaces de refrigerar centros de datos sin gastar agua, reduciendo drásticamente el impacto ambiental.
Estos avances ilustran que la inteligencia artificial no solo genera conocimiento, sino también nuevas dependencias industriales y energéticas. La próxima frontera será la eficiencia: modelos más pequeños, entrenamientos más rápidos y operaciones sostenibles.
Todo ello ha transformado la manera en que se concibe el progreso económico. Si en la era industrial el capital se medía en fábricas y máquinas, hoy se mide en cómputo y algoritmos. Los países y empresas que lideran la inteligencia artificial no solo producen tecnología: definen los parámetros del crecimiento, la productividad y la innovación del siglo XXI.
Más que una moda, la IA es ya una infraestructura económica básica. Un 62 % de los ejecutivos la considera clave para la competitividad de su empresa en la próxima década. Las inversiones no responden a un entusiasmo pasajero, sino a un nuevo paradigma en el que el valor se genera combinando datos, computación y talento.
Podrán venir correcciones, como ocurrió con Internet o las dotcoms, pero la tendencia es irreversible: la inteligencia artificial se ha convertido en el principal motor del capital y en el nuevo lenguaje del crecimiento global.
Setenta años después de Dartmouth, la pregunta de Turing ya no es “si las máquinas pueden pensar”, sino cómo la economía mundial aprovechará esta inteligencia para impulsar su siguiente gran ciclo de desarrollo.
***Elena González-Blanco García es profesora de Afi Global Education y Head of AI for EMEA Digital Natives at Microsoft.