Hace quince años, en la Universidad de Barcelona, un politólogo catalán afirmaba que China era el ejemplo de capitalismo salvaje.
Aquella afirmación, habida cuenta del sistema político y de la toma de decisiones económicas en dicho país, me pareció un despropósito.
Está acabando el año 2025 y, sin embargo, casi nadie pone ya en cuestión el supuesto “capitalismo” chino.
Desde los argumentos que invocan sus avances tecnológicos hasta las afirmaciones generalistas del tipo “tú vas a China y puedes hacer lo que quieras”, o “el gobierno experimenta grados de apertura para ir transformando el sistema poco a poco”. Desde aquí, un beso a Adrián.
Sin embargo, reconociendo la aparente opulencia y el desarrollo industrial, creo que las cosas no son como parecen.
China era el ejemplo de capitalismo salvaje
Es cierto que el gobierno chino ha cambiado mucho desde el comunismo cerril de Mao -por suerte para los sufridos campesinos hambrientos-, pero conviene recordar en qué se sustenta realmente el capitalismo: en la libertad de elegir y en la propiedad privada de los recursos productivos.
La Constitución china de 1982, en sus artículos 11 y 13, reconoce y protege la propiedad privada legítima, pero esa protección es más formal que efectiva.
La tierra urbana pertenece al Estado y la rural a las colectividades, de modo que los ciudadanos solo disponen de derechos de uso, normalmente de entre cuarenta y setenta años, renovables.
Las viviendas se compran, sí, pero siempre sobre suelo estatal. Las empresas privadas operan bajo licencias, censura y con la presencia obligatoria de comités internos del Partido Comunista desde 2016.
Las empresas privadas operan bajo licencias, censura y con la presencia obligatoria de comités internos del Partido Comunista desde 2016
Además, el Estado puede expropiar por “interés público”, un concepto tan amplio como discrecional, aunque se prometa compensación. Casos como los de Alibaba o Evergrande muestran hasta qué punto la riqueza privada en China es tolerada solo mientras no amenace el poder del Partido.
Ese partido, el único que existe, cuenta con casi cien millones de miembros. Pero esta cifra, que puede parecer una barbaridad, representa apenas el 1,7 % de la población, muy lejos de la imagen de un partido de masas como el PCUS en la URSS de los años setenta.
Y aunque ha ido aumentando el número de afiliados, la puerta de entrada está estrechamente vigilada. No entra cualquiera. Los nuevos miembros suelen ser universitarios con aspiraciones de promoción profesional o económica; muchos ven la militancia como un medio para acceder a becas, protección o a los círculos de poder.
¿Y quién decide realmente en el PCCh? Un Comité Permanente del Buró Político compuesto por siete personas. Ese Buró, a su vez, tiene apenas veinticinco miembros. Y el Congreso Nacional del Partido —con sus 2.300 delegados, renovados cada cinco años— se limita a aprobar lo que ya está decidido.
A nivel local, los gobernadores, los comités de barrio o los comités de residentes conservan cierto margen, pero siempre bajo la supervisión de un representante del Partido. Nadie contradice las órdenes de Pekín.
Durante las dos últimas décadas, China ha impulsado un tejido empresarial imponente.
El Estado puede expropiar por “interés público”, un concepto tan amplio como discrecional, aunque se prometa compensación
Gigantes como Huawei, Tencent, Alibaba o BYD se han convertido en símbolos de su pujanza tecnológica y financiera.
En apenas una generación, el país ha pasado de ensamblar productos extranjeros a desarrollar chips, telecomunicaciones 5G, inteligencia artificial y vehículos eléctricos con capacidad para competir —y en algunos casos, liderar— el mercado global.
Ese ascenso no se ha debido únicamente a la iniciativa privada, sino a una estrategia estatal de planificación y subvenciones que canaliza recursos hacia sectores considerados estratégicos.
El talento científico y la disciplina industrial han hecho el resto. Sin embargo, la innovación controlada desde arriba tiene un límite: cuando la prioridad es la estabilidad política, la experimentación se vuelve peligrosa y la creatividad se somete al cálculo.
China ha perfeccionado una estrategia singular: conceder grados de libertad suficientes para crecer, innovar y proyectarse al exterior, pero siempre dentro de los límites que garantizan el control político.
Es una jaula ampliada, no una puerta abierta. Con ella, el régimen logra presentarse como motor del crecimiento global y al mismo tiempo consolidarse como rival directo de Estados Unidos en la economía mundial.
Esa rivalidad se hizo visible durante la primera legislatura de Donald Trump, cuando Estados Unidos impuso aranceles a las importaciones chinas con la intención de reducir su déficit comercial.
Pekín respondió con medidas equivalentes sobre productos agrícolas y tecnológicos estadounidenses, mostrando una capacidad de resistencia inesperada que terminó forzando a Washington a moderar su estrategia.
Lejos de ceder, China aprovechó la confrontación para reforzar su autonomía industrial y tecnológica, impulsando programas como Made in China 2025 y consolidando su red de proveedores internos.
La guerra arancelaria reveló que el país no solo podía soportar la presión, sino convertirla en oportunidad para avanzar hacia la autosuficiencia.
Sin embargo, esa fórmula tiene un talón de Aquiles. La ausencia de un verdadero mercado de capitales limita la eficiencia y la sostenibilidad de su modelo. Sin instituciones independientes, sin derechos de propiedad seguros y sin competencia libre, el impulso tecnológico chino corre el riesgo de agotarse en la misma paradoja que lo hizo posible: crecer para dominar, no para liberar.