El presidente de Argentina, Javier Milei
¿Qué es un pobre? Bueno, pobre es alguien cuyos ingresos no le permiten ser rico o, por lo menos, formar parte del grupo más común y mayoritario de la población en términos de renta. Dicho de otro modo, pobre es quien percibe ingresos regulares de dinero que se encuentran por debajo de un cierto porcentaje en relación al promedio de la sociedad.
¿De qué porcentaje hablamos? ¿El 20%? ¿El 30%? ¿El 50%? Pues eso, como tantas cosas en esta vida, depende en última instancia de una decisión arbitraria adoptada por la burocracia técnica de algún órgano administrativo estatal.
Pobre, en consecuencia, resulta ser quien el Estado, en base a algún criterio estadístico convencional y creado por él mismo, decide que es pobre. Supongo que el lector ya se estará preguntando a qué viene esta introducción tan extraña tratándose de una columna de contenido que se intuye político. Pero, por extraña que resulte, sí viene a cuento.
Y es que, sin este prólogo, digamos metodológico, no habría otra manera de entender cómo el presidente de Argentina, Javier Milei, pudo realizar a lo largo de los últimos doce meses el mayor milagro conocido de la ciencia económica desde que Adam Smith creó esa disciplina académica en 1776, año de publicación de La riqueza de las naciones.
Ese asombroso prodigio no ha sido otro que el de sacar a doce millones de argentinos de la pobreza, todo ello en el contexto de la aplicación estricta de un programa presupuestario basado en la extrema austeridad y caracterizado por los recortes masivos y simultáneos tanto del gasto público como del privado. Desde el milagro de los panes y los peces, no se había visto nada igual.
Argentina, su economía, se está derrumbando
Pero volvamos a la pregunta. ¿Cómo lo ha podido conseguir Milei? La verdad es que el asunto no encierra mucho misterio; simplemente ha pasado que los ingresos de la clase media, el grupo social de los que siempre tienen algo que perder, se han encogido durante el periodo mucho más que las rentas de los menesterosos, lo que ha acortado la distancia que existía entre ellos, siempre en términos relativos; esto es, el empobrecimiento de las capas medias argentinas, combinado con la magia de los indicadores estadísticos oficiales, es lo que explica el inverosímil portento de los doce millones.
Argentina, su economía, se está derrumbando. Algo que suele ocurrir con milimétrica periodicidad matemática cada siete años y de lo que, para ser justos, no cabe culpabilizar al gran triunfador del pasado domingo, Milei, aunque sólo fuese porque tales desplomes recurrentes ya se sucedían en el país antes incluso de que él hubiera ni siquiera nacido.
Así las cosas, nada estaría resultando sustancialmente distinto, acaso con algunos matices menos crueles en el ensañamiento con los ingresos de los pensionistas o la mutilación de subsidios a discapacitados y enfermos crónicos, en el caso de que hubiesen sido los kirchneristas los encargados de hacer el trabajo presupuestario sucio del ajuste.
Por lo demás, esos 20.000 millones de dólares a interés compuesto de Trump, el rescate del peso en el último minuto que ideó Scott Bessent, no podrán impedir que el consabido guión del día de la marmota en bancarrota se vuelva a repetir por enésima vez en Buenos Aires. Y es que el drama cotidiano del hoy eufórico Milei resulta ser exactamente el mismo que ya vivieron muchos otros presidentes argentinos, y de todos los colores políticos, en la Casa Rosada.
Porque la secuencia de los acontecimientos también es siempre la misma. Primero, un brote hiperinflacionario se trata de frenar se en seco mediante un plan de austeridad presupuestaria que colapsa la demanda y genera recesión. Al tiempo, se fuerza un tipo de cambio artificial y sobrevalorado del peso frente al dólar.
Argentina está condenada a tener que elegir entre la hiperinflación permanente y el desmantelamiento definitivo de la mayor parte de su industria nacional
Eso es necesario para que las importaciones se mantengan baratas y no disparen por su parte la misma inflación que se quiere combatir. Pero el nuevo peso tan artificialmente caro destruye las exportaciones.
Y si no hay exportaciones, no entran dólares. Y si no entran dólares, no se puede pagar la deuda externa. Y entonces hay que pedir otro préstamo en dólares para pagar esos dólares previos que todavía se deben. Y entonces aumenta aún más la deuda en dólares. Y la bola de nieve sigue creciendo y creciendo.
Hasta que todo colapsa, hay una explosión de ira popular en las calles, se depone al presidente de turno ( algo que con toda probabilidad ya estaría a punto de ocurrir a estar horas si Trump no hubiera dado el paso de convertirse en el prestamista de última instancia de Argentina, un papel que ni siquiera el FMI desea representar) y vuelta empezar otra vez. Es la eterna historia de Argentina.
La tragedia profunda de ese país, la que no comprenden ni los liberales ni los peronistas, es que Argentina está condenada a tener que elegir entre la hiperinflación permanente y el desmantelamiento definitivo de la mayor parte de su industria nacional; un dilema terrible que no admite ninguna otra solución alternativa.
Nadie se engañe, lo del domingo no supuso un triunfo arrollador de Milei, sino un fracaso – ese sí arrollador e histórico – de los peronistas, la otra pata del establishment político argentino hasta ahora. Como alternativa de gobierno, el peronismo, el movimiento populista más antiguo de América Latina, acaba de estrellarse y, ahora sí, va camino de la extinción.
Pero nada garantiza que lo que llegue para ocupar el hueco que deja libre el espectro del teniente general Perón vaya a ser mejor. Aunque no necesariamente militar, algún Hugo Chávez con acento porteño puede estar ya de camino.
*** José García Domínguez es economista.