Drone
Rusia ha aprendido a tensar el sistema europeo a bajo coste. En los últimos meses, Moscú ha multiplicado los incidentes en la frontera oriental de la Unión Europea —drones, sabotajes, interferencias GPS, incursiones marítimas o ciberataques— sin llegar nunca al punto que obligue a una respuesta militar formal.
Es la lógica de la “zona gris”: mantener la agresión bajo el umbral del conflicto abierto, forzando a la UE y a la OTAN a vivir en la incomodidad permanente de no poder reaccionar sin arriesgar una escalada.
El objetivo es claro: desgastar el apoyo europeo a Ucrania, testar las reglas de enfrentamiento de los diferentes ejércitos europeos, sembrar divisiones internas y empujar a los aliados a gastar más en defensa tensionando unas cuentas públicas ya debilitadas.
Putin sabe que las principales debilidades de Europa se encuentran en su inestable cohesión, en la lentitud para decidir y en el miedo a cruzar líneas que no están del todo definidas; y las está instrumentalizando.
Los ejemplos se acumulan. Pequeños sabotajes en puertos bálticos, interferencias en sistemas de navegación aérea, buques rusos curioseando sobre cables submarinos de telecomunicaciones o sobre gasoductos clave.
Acciones negables, pero lo bastante provocadoras como para obligar a los europeos a invertir tiempo y recursos en reforzar la seguridad. En el aire, proliferan los drones no identificables sobre infraestructuras críticas; en el ciberespacio, los ataques a instituciones, redes logísticas o servicios financieros son cada vez más frecuentes.
La respuesta, por ahora, es prudente. La activación del artículo 5 de la OTAN —la defensa colectiva— requiere pruebas de autoría y consenso político, algo casi imposible en el terreno híbrido.
Mientras no haya víctimas civiles o daños irrefutables, la reacción europea seguirá limitada. Tres factores lo explican: miedo a la escalada, divisiones internas y falta de capacidades operativas.
El primero es psicológico. Rusia y Bielorrusia acaban de celebrar las maniobras Zapad25, con escenarios nucleares incluidos, diseñadas para recordar a los europeos los riesgos de cualquier paso en falso. Además, Moscú opera con una economía “de guerra” desde 2022, con una sociedad preparada para asumir sacrificios que ningún gobierno europeo podría sostener sin fracturas políticas.
El segundo freno es político. Estados Unidos no quiere verse arrastrado a otro frente, el sur de Europa carece de apoyo social para un conflicto directo y los países más expuestos —Polonia, Estonia, Letonia o Finlandia— no tienen suficiente peso para imponer su agenda.
Resultado: una UE fragmentada, que patrulla el frente, pero evita definir qué está dispuesta a hacer si la presión continúa.
El tercero es técnico. Europa todavía no dispone de una red antiaérea o de defensa de drones suficientemente desarrollada. Las actuales reglas de enfrentamiento exigen aprobaciones políticas, lo que ralentiza la reacción ante incursiones o sabotajes.
Aun así, algo empieza a cambiar. Algunos gobiernos han pasado del “Air Policing” al “Air Defence”, autorizando la neutralización de drones no cooperativos sobre aeropuertos, puertos o centrales. Bruselas ha aprobado el “muro de drones” para proteger las fronteras, aunque sigue pendiente quién pagará la factura.
Bajo el mar, los Estados miembros refuerzan la vigilancia de cables y gaseoductos, y las empresas privadas ya participan en la detección de anomalías en tiempo real.
La guerra híbrida también se libra en los balances. La UE ha empezado a usar los intereses generados por los activos rusos congelados (2.700 millones de euros en la primera mitad de 2025) para financiar a Ucrania. Pero confiscar el principal sería un salto sin precedentes: implicaría violar la inmunidad soberana y abriría la puerta a represalias y litigios.
Por eso ganan fuerza opciones intermedias como usar esos fondos como colateral para préstamos destinados a defensa y reconstrucción o adelantar el principal bajo conceptos de reparación por los daños rusos.
A pesar de la búsqueda de soluciones creativas, introducen riesgos financieros y políticos para la Unión Europea en caso de que los activos sean liberados por movimientos judiciales o políticos.
Los próximos meses traerán más fricciones, más incidentes y más presión económica. Los sabotajes o ciberataques pueden afectar a los pagos, al tráfico aéreo o a las redes de telecomunicaciones. En el frente interno, el dilema entre gasto social y gasto militar se agudizará, con potencial para alimentar el auge de fuerzas populistas y nacionalistas.
Europa se enfrenta a una paradoja: cuanto más se acostumbra a la agresión híbrida, más normal la percibe. Y esa “normalización del riesgo” es, quizá, la victoria silenciosa de Moscú. La UE puede resistir sin responder, pero no indefinidamente.
Si no logra una estrategia común, coordinada y visible, la fatiga política acabará siendo tan peligrosa como la amenaza externa. En la guerra gris que Rusia ha impuesto, la unidad europea es su único escudo real.
***Raúl Viñas es profesor de Afi Global Education.