El Gobierno eligió el momento con precisión quirúrgica: anunciar la subida de las cuotas de autónomos justo el día en que millones de ellos entregaban su declaración trimestral. Ni Orwell lo habría escrito mejor. El mensaje es claro: además de pagar, sonrían.

Y no se trata solo de un ajuste técnico o de un matiz presupuestario. Porque esta es la historia de una subida anunciada. Se trata de a quién se castiga. En España hay más de 3,3 millones de autónomos, es decir, de profesionales que facturan, en muchos casos, lo justo para sobrevivir y mantener a su familia; o pequeños empresarios que rehacen su vida tras una quiebra; o trabajadores que eligieron el autoempleo como último refugio.

Son quienes sostienen buena parte del tejido productivo y, paradójicamente, quienes menos protección reciben cuando el suelo tiembla: la pandemia, el volcán de La Palma, la DANA de Valencia.

Los autónomos que perdieron sus casas, sus coches, sus medios de producción y no recibieron lo prometido por el Estado, también ver subir sus cuotas. Esa subida es confirmar que el Estado prefiere la dependencia al riesgo y la obediencia a la iniciativa.

En los últimos cinco años, el número de autónomos ha crecido lentamente hasta superar los 3,37 millones, pero ese aumento es engañoso. El 96 % del crecimiento desde 2021 se debe a trabajadores extranjeros. Son ellos quienes aún ven en España un lugar donde prosperar a golpe de esfuerzo. Los nacionales, en cambio, desertan por agotamiento fiscal y burocrático.

Lo que debería ser la fase cero del emprendimiento, la puerta natural a la innovación y al autoempleo, se ha convertido en un circuito de resistencia.

Mientras tanto, los costes se disparan. Según la Federación Nacional de Asociaciones de Trabajadores Autónomos (ATA), la pérdida de poder adquisitivo ronda el 15 % desde 2019, y solo uno de cada siete autónomos consigue ahorrar algo al final del mes.

Muchos aceptan encargos precarios o facturan como “falsos autónomos”, no por fraude, sino por pura supervivencia. Las pymes no pueden contratar, los trabajadores no pueden esperar, y el Estado, en lugar de aliviar, aprieta. Porque el falso autónomo nace de un sistema que castiga tanto al que contrata como al que quiere trabajar.

El Gobierno justifica la subida de cuotas con palabras nobles: “equidad”, “solidaridad contributiva”, “progreso”. Pero en el diccionario institucional, esas palabras significan otra cosa. Equidad quiere decir sufrimiento por igual; solidaridad, que el Estado se queda con más; progreso, que el autónomo trabaje más horas para ganar menos. Detrás del léxico virtuoso se esconde una mentalidad profundamente desnortada: la de quien ve en la autonomía un problema y en la dependencia una virtud.

No es casualidad. En España, el poder público se siente más cómodo administrando ayudas que permitiendo prosperar. Cada autónomo que se emancipa fiscalmente, es decir, que no necesita subsidio ni permiso, encarna justo lo que el poder teme y lo que para mí es la base de la riqueza: independencia, responsabilidad, libertad práctica. Subir las cuotas no es recaudar más, sino reafirmar el dominio moral del Estado sobre quien osa vivir sin su tutela.

Por eso, más que una medida fiscal, esta subida es el retrato de un país que castiga la iniciativa y premia la docilidad.

No hay que olvidar algo que Jon González nos recordaba en las redes sociales. La reforma no es nueva: fue aprobada en 2022 vía Real Decreto-Ley 13/2022, con apoyo mayoritario. Sólo Ciudadanos y Vox votaron en contra, así que las críticas del Partido Popular son poco creíbles.

El objetivo es alinear las bases de cotización de autónomos con sus ingresos reales, de forma similar al régimen general de asalariados. Estas subidas son progresivas hasta al menos 2029-2030, incrementando las bases (no los tipos), lo que eleva las cuotas mensuales en tramos basados en rendimientos netos.

Jon González, además de muy sensato y claro, es también muy crítico. Su conclusión es que la medida empobrece a los autónomos durante su vida activa sin mejorar la sostenibilidad de pensiones a largo plazo. Las buenas intenciones se quedan en papel mojado.

Quizá el error sea seguir llamándonos “autónomos”. Lo somos cada vez menos. Hemos pasado de ser agentes económicos a ser contribuyentes de obediencia mensual, vigilados por un Estado que confunde redistribuir con drenar. Mientras otros países facilitan el salto del autoempleo al emprendimiento, aquí se penaliza el simple hecho de intentarlo.

La España del régimen sanchista no odia al autónomo: lo teme. Porque representa una libertad que no depende de nombramientos ni subsidios. Esa libertad incómoda que consiste en sostenerse sobre el propio esfuerzo, sin pedir permiso ni aplauso.

Por eso la subida de cuotas duele tanto. No por los euros que arranca, que también, sino por lo que significa. Porque detrás de cada recibo hay una lección implícita: que al Estado le da exactamente igual el ciudadano que no necesita tutores. Se vuelca el dependiente, en los estómagos agradecidos cuyos votos tiene asegurados.

Y si no lo creen, miren a los jefes sindicales, esos “representantes” de los trabajadores a la sombra de la subvención estatal, y comprueben la nula defensa del sufrido autónomo. Y esa actitud del gobierno, apretando las tuercas a quienes más necesitan cierta holgura para crecer y crear, para generar riqueza, eso, más que cualquier crisis, es lo que de verdad empobrece a un país.