Viajero esperando para coger un taxi

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Opinión

El fracaso de Ábalos y la escasez reglada de la movilidad urbana en taxi

Emilio Domínguez del Valle
Publicada

Este verano, en los aeropuertos, en las estaciones y en noches de ocio se ha repetido la escena habitual de ver colas, esperas y usuarios frustrados. No es solo una queja de turistas. Es la señal de un fallo estructural en la oferta de transporte urbano.

España padece hoy de una flota insuficiente -tanto de taxis como de VTC- consecuencia de políticas que han protegido intereses concretos en lugar de asegurar el servicio al público. Y, como advierte Henry Hazlitt en su clásico “La economía en una lección”, “ver sólo las consecuencias inmediatas de una política y olvidar sus repercusiones remotas” conduce a errores costosos.

El diagnóstico es sencillo y, en cierto modo, cruel. Las restricciones regulatorias sobre límites a las autorizaciones, tiempos mínimos de precontratación, prohibiciones de geolocalización, normas de retorno a base en el caso de las VTC y que no se otorguen apenas licencias de taxi alguna desde los años 80, han convertido la oferta en algo rígido y estancado.

El Decreto Ábalos (RDL 13/2018) prometió armonización y equilibrio entre taxis y VTC, y siete años después lo que ha dejado es escasez de servicio en cada región, inseguridad jurídica, mercados más fragmentados y, en varios territorios (cuyo “rien ne va plus” es Cataluña), una clara bajada de la calidad y destrucción de empleo.

Así, donde se han levantado muros regulatorios -Cataluña, Comunidad Valenciana, Baleares, Aragón, País Vasco, Galicia y Murcia- la respuesta ha sido escasez y despidos masivos. De hecho, en Cataluña se produjo en 2018 el despido más grande de la historia, afectando a 3.000 trabajadores, sin que el Gobierno -responsable de ello- ni pestañease.

Las políticas diseñadas para proteger a un sector (subvenciones, límites, protecciones) no crean riqueza neta, sino que desplazan renta y recursos hacia quienes reciben el favor

Por el contrario, donde prevaleció un marco más abierto -Madrid y Andalucía- la convivencia entre taxis y VTC ha funcionado con mejores resultados para los usuarios.

Esto es exactamente el tipo de error que Hazlitt denuncia cuando analiza, en su obra citada, la “salvación de la industria X”. Las políticas diseñadas para proteger a un sector (subvenciones, límites, protecciones) no crean riqueza neta, sino que desplazan renta y recursos hacia quienes reciben el favor y en perjuicio de consumidores y otros sectores. “En el caso de la subvención, es obvio que los contribuyentes han de perder precisamente la misma cantidad que gane la industria X.”

Aplicado al taxi, la protección de licencias y la limitación de la competencia han preservado el valor de activos (las licencias de taxi son más rentables que el propio Ibex desde hace décadas), pero han restringido la oferta efectiva de movilidad.

El resultado se refleja en más tiempo perdido para ciudadanos y turistas, menor productividad para empresas y familias, y una factura en términos de gasto público y oportunidades de empleo.

Las cifras y los efectos locales no son anecdóticos. Según el diagnóstico que manejamos, España tiene decenas de miles de licencias de taxi y de VTC, pero la distribución se ha mantenido rígida en las últimas décadas mientras la demanda -población, renta per cápita y turismo- se multiplicaba.

La pésima clase política actual, además, ha generado efectos distributivos y laborales preocupantes

En Baleares, por ejemplo, la flota no ha crecido al ritmo del turismo estacional y los tiempos de espera alcanzan ya con mucha frecuencia los 45 minutos y en aeropuertos se registran esperas de hasta dos horas.

Ese déficit estructural no es inocuo, deteriora la experiencia turística, merma la competitividad de destinos y obliga a empresas y hoteles a buscar soluciones improvisadas (traslados propios, servicios contratados) que socializan costes y erosionan reputación. La reacción de los propios taxistas persiguiendo y “cazando” a estas alternativas a su desabastecimiento, deja mucho que desear.

Más aún, las limitaciones que buscan preservar rendimientos pasados (el valor de cuotas, ingresos protegidos, etc.) impiden la reasignación de capital y trabajo hacia usos más eficientes, y, el sector del taxi pese a su alta rentabilidad no recibe inversiones. Hazlitt lo explica con claridad: mantener viva una industria en declive obliga a desviar capital y mano de obra hacia actividades menos productivas, reduciendo la riqueza total y el nivel de vida medio.

En román paladino diríamos que forzar la pervivencia de un mercado cerrado de taxis puede preservar ingresos de un grupo, pero perjudica a millones de usuarios y al conjunto de la economía.

La pésima clase política actual, además, ha generado efectos distributivos y laborales preocupantes. Incrementar y sostener las barreras a la entrada ha protegido el valor de determinadas licencias y han incentivado litigios y conflictos entre sectores contradictoriamente desgobernados a causa de la hiperregulación, a la par que se han elevado los costes del servicio.

Una verdadera igualdad regulatoria entre taxis y VTC, asumiendo el principio de “mismo mercado, mismas reglas” redundará en la competencia leal

Paradójicamente, el argumento de “proteger al trabajador” ha derivado en pérdida de empleo y menor oferta para el público.

Pero ¿qué urge cambiar? La solución no pasa por demonizar a los taxistas ni por desregular sin criterio, sino que pasa por aplicar, con la valentía de la que carecen los políticos, principios sencillos de economía de mercado y sentido común.

Una verdadera igualdad regulatoria entre taxis y VTC, asumiendo el principio de “mismo mercado, mismas reglas” redundará en la competencia leal. Taxis y VTC deben asumir que la oferta de vehículos pueda adaptarse a la demanda real de movilidad. Sin ser la panacea, el camino marcado por los marcos legales más abiertos de Madrid y Andalucía muestran que la convivencia es posible y beneficiosa para los usuarios.

Además, dar marcha atrás en el camino marcado por Ábalos, dirigiéndonos de nuevo a una armonización normativa con criterios nacionales, toda vez que la fragmentación autonómica y municipal solo ha generado inseguridad jurídica.

El Decreto Ábalos ha sido un absoluto fiasco, que prometió informes, coordinación y grupos de trabajo que no llegaron nunca. Sin datos públicos y metas de servicio (tiempos de espera por ciudad, cobertura nocturna, ratio por habitante) se maniata a las administraciones para evaluar políticas de movilidad y se perpetúa un “status quo” desfavorable al usuario.

Y lo más importante, facilitar la entrada de más vehículos al servicio público. Más coches -bien taxis, bien VTC, eléctricos todos si es el capricho de las administraciones, pero más coches- reducen esperas, bajan precios relativos y aumentan la accesibilidad en horarios y zonas desatendidas. No se trata de inundar las calles sin control, sino de diseñar traslados eficientes entre demanda y oferta.

Si Hazlitt levantara la cabeza, encontraría aquí la misma falacia. Mirar al efecto inmediato (preservar un sector, favorecer a un grupo interesadísimo) y perder de vista las consecuencias para la colectividad.

Su advertencia es una guía moral y técnica: “El arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier acto o política y no meramente sus consecuencias inmediatas.” España necesita urgentemente ese enfoque para priorizar la movilidad de las personas, la eficiencia económica y la experiencia pública por encima de protecciones que ya han demostrado su coste.

Rectifiquemos el error de Ábalos y entendamos que la movilidad urbana es un servicio público que debe adaptarse al crecimiento demográfico, al turismo y a las nuevas formas tecnológicas. Abrir la puerta a más vehículos debidamente regulados, homogeneizar reglas y premiar la competencia responsable es la mejor forma de garantizar que nadie vuelva a quedarse en la cola esperando un taxi que nunca llegó.

***Emilio Domínguez del Valle es abogado experto en movilidad y transportes.