El impacto de la IA

El impacto de la IA

Opinión

¿Es la IA una burbuja a punto de estallar?

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¿Cuántos pequeños inversores particulares estarían dispuestos a comprar hoy un producto financiero de renta variable con la esperanza objetiva de recuperar el capital invertido en algún instante del siglo XXIII; en concreto, a finales del verano del año 2235, dentro de 210 años? La reacción intuitiva, claro, invita a sentenciar que solo un loco podría incurrir en semejante extravagancia.

Pero resulta que hay centenares de miles de ellos repartidos por el mundo, España incluida, todos dispuestos a adquirir ese activo u otros similares (la mayor parte de las veces sin ni tan siquiera saberlo, vía fondos o ETFs), pese a lo manifiestamente disparatado de su valoración actual en la Bolsa.

Por cierto, el título del que hablo en la primera frase de este artículo resultan ser las acciones de la compañía automovilística Tesla, esas que cotizan en el S&P 500 y cuyo ratio PER (el cociente entre el precio pagado por el comprador del valor y el beneficio anual de la empresa que corresponde a ese mismo título) asciende en este preciso instante a justo esa cifra, 210.

Y Tesla sólo es una de esas Siete Magníficas que por sí solas ya acaparan en torno al 35% de la capitalización total del principal índice bursátil norteamericano; unas corporaciones gigantes en las que, al menos de momento, todo semeja magnífico excepto el crecimiento de los beneficios ligados de forma directa a la IA, su principal reclamo para seguir atrayendo capitales del mundo entero.

Al punto de que Amazon, Google, Tesla, Meta y Microsoft, tras haber invertido de modo agregado unos 550.000 millones de dólares en esa tecnología que nos prometen disruptiva solo durante los dos últimos años, únicamente han cosechado unos ingresos derivados de la IA que rondan los 35.000 millones a lo largo del mismo periodo. E ingresos, recuérdese, no es sinónimo de beneficios, ni mucho menos.

Meta, por mencionar un caso, está destinando montañas de millones de dólares a nuevos centros de datos para la IA

Así las cosas, cuando se obvia el entusiasmo prometeico, ese ruido permanente a propósito de tan innovador campo tecnológico, se constata que los beneficios contables de las Siete Magníficas siguen siendo generados, y de modo casi exclusivo, por los servicios tradicionales relacionados con Internet.

Meta, por mencionar un caso, está destinando montañas de millones de dólares a nuevos centros de datos para la IA, pero los últimos incrementos significativos del saldo positivo en su cuenta de resultados obedecen a un origen tan poco glamouroso como la mejora de su facturación publicitaria, la fuente convencional de sus ingresos.

A tales efectos, los de la distancia sideral entre expectativas y realidades contrastadas, repárese, por ejemplo, en Chat GPT, la referencia más icónica del sector, que cuenta ya con alrededor de seiscientos millones de usuarios a lo largo del planeta, cifra que deja de resultar tan impresionante cuando se acusa recibo de que solo el 3% aporta a la compañía algún tipo de ingreso monetario en concepto de pago por usar el servicio. Apenas un raquítico 3%.

Las similitudes con el precedente de la burbuja de las puntocom, cuando se implantó entre muchos analistas financieros la fantasía absurda de que el valor de una compañía se podía determinar no por los guarismos de la cuenta de resultados sino por el número de visitas que recibiera su página web, comienzan a resultar un poco preocupantes.

Y todavía se antojan algo más preocupantes por la forma heterodoxa en que las Siete Magníficas y sus satélites han comenzado a captar recursos para poder costear esas inmensas sumas destinadas a ampliar las inversiones en IA.

Las inversiones en IA por parte de esos siete gigantes aportaron más al crecimiento del PIB de USA que el gasto agregado en consumo de toda la población de Estados Unidos

Una heterodoxia, esa, que pasa por el abandono progresivo de las fórmulas convencionales para obtener recursos ajenos – emisión de bonos corporativos, banca de inversión… –, las habituales hasta hace bien poco.

Así, están optando en su lugar por la fórmula novedosa de acudir en busca de dinero fresco a vehículos de crédito promovidos por empresas comerciales no bancarias, que a su vez captan sus propios recursos de fondos de pensiones y fondos de cobertura, entre otros.

Hablamos de flujos inmensos de capital financiero con destino a inversiones cuya rentabilidad futura resulta todavía incierta, en extremo contingente, y que se canalizan, al igual que ocurrió con la llamada "banca en la sombra” antes del derrumbe sistémico de 2007, al margen del marco regulatorio que controla los riesgos de la actividad bancaria oficial. He ahí otra analogía inquietante.

Solo en los dos últimos trimestres, las inversiones en IA por parte de esos siete gigantes cuyos destinos particulares condicionan el futuro bursátil de las otras 493 grandes corporaciones mercantiles que también forman parte del S&P 500, aportaron más al crecimiento del PIB de USA que el gasto agregado en consumo de toda la población de Estados Unidos.

Pero el retorno continúa sin dejarse ver por ninguna parte. Hace unas semanas, recordaba John Cassidy, el economista y redactor de The New Yorker, que la mayor parte de los ganadores empresariales de la revolución de Internet no surgieron hasta después del estallido de la crisis de las puntocom.

Y citaba a Google, que pese a haber sido fundada en 1998, no salió a cotizar en bolsa hasta 2004. Eso fue cuando la tormenta ya había amainado tras mandar a la quiebra a la práctica totalidad de las compañías de Internet que habían protagonizado la orgía de precios en Wall Street hasta que sin previo aviso, de repente, la música dejó de sonar.

Tal vez – concluía Cassidy – los inversores que siguen apostando a la IA deberían empezar a retirar algunas de sus fichas del tapete. Un consejo sabio.

*** José García Domínguez es economista.