Lo ocurrido la pasada semana con Will Smith es sintomático de un fenómeno que, en realidad, ya no admite marcha atrás: la progresiva erosión de nuestra confianza en lo que vemos. El actor publicó un vídeo de uno de sus conciertos en el que aparecía rodeado de multitudes aparentemente extáticas, y rápidamente surgieron dudas razonables sobre si esas imágenes eran reales o habían sido generadas o alteradas mediante inteligencia artificial.
La polémica se resolvió aclarando que la multitud era auténtica y que había estado allí, pero el daño ya estaba hecho: la sospecha se instala de manera automática en cuanto la escena parece demasiado perfecta, demasiado redonda. Y esa sospecha no se irá nunca.
El debate no es tanto si Will Smith quiso engañar o no, que todo indica que no, sino la constatación de que hemos entrado en un terreno en el que cualquier imagen o vídeo puede ser inmediatamente cuestionado. La fotografía y el vídeo, desde su invención, se habían convertido en testigos privilegiados de la realidad, capaces de transmitir la sensación de prueba irrefutable.
Ahora, en un escenario en el que la generación de imágenes mediante algoritmos alcanza un grado de realismo absoluto, esa confianza se quiebra. Nadie puede ya estar seguro de que aquello que circula en las redes sea verdadero. Y esa incertidumbre, aplicada a todo lo que vemos, tiene consecuencias culturales, sociales y políticas de primer orden.
Lo curioso es que el episodio ni siquiera tenía que ver con un engaño: la grabación del concierto era real, no había falsificación. Pero poco importa. Lo que emerge es la intuición de que, de ahora en adelante, no hay nada que podamos contemplar sin activar la duda. ¿Es real? ¿O alguien ha decidido “mejorarlo” o “idealizarlo” con un algoritmo?
“Somos de los últimos que podemos disfrutar de una exposición así sin pensar que las fotos han sido generadas por inteligencia artificial”
El hecho de que en este caso la multitud existiera físicamente no resta fuerza a la sospecha, porque el problema ya no es lo que ocurrió, sino lo que creemos posible que ocurra. La duda es suficiente para corroer la credibilidad.
La semana pasada visité con mi nieto el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, que además de ser un espacio muy bien cuidado, albergaba una exposición de dinosaurios y otra de fotografías de naturaleza cómicas y sorprendentes, con animales captados en momentos extraordinarios: un gesto insólito, una pose casi humana, una expresión divertida.
Al verlas, mi mujer comentó: “somos de los últimos que podemos disfrutar de una exposición así sin pensar que las fotos han sido generadas por inteligencia artificial”. Y no le falta razón.
Dentro de muy poco, cuando contemplemos una de esas imágenes que nos arrancan una sonrisa por lo inesperado del instante, será difícil evitar la sospecha de que no hubo allí ningún fotógrafo paciente, escondido durante horas en un bosque remoto, esperando al clic perfecto, sino que todo fue producto de un algoritmo entrenado para imaginar escenas verosímiles.
Ese es, quizá, el cambio más profundo: la pérdida de la inocencia visual. Hasta hace nada, cuando mirábamos una fotografía espectacular de un animal, de un paisaje o de un acontecimiento histórico, lo hacíamos con la seguridad de que detrás había alguien que había estado allí, que había visto lo que nosotros ahora contemplábamos a través de su lente.
Entramos en una nueva fase cultural en la que la autenticidad se convierte en un bien escaso
Esa mediación nos conectaba con la realidad del mundo y nos transmitía no sólo información, sino también el respeto por el trabajo, la paciencia y la mirada del fotógrafo. Ahora, en cambio, todo puede ser sospechoso de manipulación o de síntesis digital, y esa conexión se debilita.
La consecuencia es que entramos en una nueva fase cultural en la que la autenticidad se convierte en un bien escaso, casi de lujo. Ver algo y tener la certeza de que es real será cada vez más difícil, y por lo tanto, más valioso. En paralelo, se multiplicarán las iniciativas para certificar la procedencia de las imágenes, para garantizar su trazabilidad, para demostrar que detrás hubo una cámara, un lugar y un momento concreto.
Pero incluso esas certificaciones podrán ser cuestionadas, porque la desconfianza es contagiosa y permanente. El mundo digital nos ha enseñado que cualquier mecanismo de validación acaba encontrando su vulnerabilidad.
En el terreno artístico, esto abre interrogantes de gran calado. ¿Qué valor tiene una fotografía si ya no podemos distinguirla de una imagen generada? ¿Qué mérito atribuimos al fotógrafo, cuando un sistema puede replicar su trabajo con una simple instrucción en un teclado?
La creación artística siempre se ha movido en un espacio entre la técnica y la visión personal, entre el dominio de la herramienta y la capacidad de captar lo excepcional. Si lo excepcional puede fabricarse bajo demanda, ¿qué queda entonces de la mirada humana? Quizá, precisamente, la autenticidad, la certeza de que alguien estuvo allí y fue testigo. Pero esa certeza, insisto, será cada vez más difícil de sostener.
Lo que le ha ocurrido a Will Smith es solo una anécdota en este camino, pero ilustra el principio de una transformación mucho más profunda. La sospecha ya está aquí, instalada en nuestra percepción.
A partir de ahora, cada vez que contemplemos una multitud, un rostro, un animal o un paisaje, una parte de nuestra mente se preguntará si es real o no. Y esa pregunta constante marcará un antes y un después en nuestra relación con las imágenes.
Viviremos rodeados de maravillas visuales, pero con la duda permanente de si, al admirarlas, no estamos en realidad admirando únicamente la destreza de una máquina que ha creado algo que nunca existió.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.