Los ciudadanos españoles, especialmente desde hace unos años, vivimos pendientes del precio de la gasolina, de la cesta de la compra, del Euríbor, del bono joven para el alquiler o de las promesas sobre el salario mínimo. Y no es para menos: la situación económica de millones de ciudadanos ha empeorado, y la sensación de incertidumbre se ha vuelto estructural.

Al mismo tiempo, se acumulan escándalos de corrupción económica. En una semana cualquiera podemos leer sobre comisiones injustificadas, adjudicaciones amañadas, títulos falsos o uso partidista del dinero europeo. Y lo más inquietante no es ya que ocurran, sino que apenas escandalicen.

Esa doble obsesión por el bolsillo propio y por los fraudes ajenos parece contradecirse, pero, en realidad, comparten raíz: vivimos atrapados en una arquitectura de incentivos enfocados en lo pecuniario tan presente como inestable. Todo se reduce a cálculos. El trabajador necesita incentivos para esforzarse. El empresario, para contratar. El político, para actuar. Y si alguien miente, defrauda o especula, aunque sea el ciudadano el que paga la fiesta, siempre hay quien lo justifica: “Es lo que haría cualquiera. No somos santos. El sistema es así”. 

Pero ¿puede una economía sostenerse sólo sobre esa lógica de incentivos? La respuesta es no. Y ahí empieza el verdadero problema: sin virtud, la economía no se rompe de inmediato, pero sí se vacía. Pierde confianza, credibilidad, legitimidad. Y aunque siga creciendo, porque los mercados pueden seguir operando, ese crecimiento se vuelve frágil.

Durante mucho tiempo, los economistas creímos haber encontrado la piedra filosofal del comportamiento humano: el incentivo. Si las personas responden a estímulos, basta con diseñar los adecuados. Es una visión seductora porque es predecible, medible y neutral. Pero también es una reducción. Y como toda simplificación, deja cosas fuera.

Deirdre McCloskey lo denunció con claridad. En su monumental estudio sobre el ascenso burgués, mostró que el capitalismo no floreció sólo por el cálculo económico, sino por un cambio cultural profundo. La ética del trabajo, la honestidad comercial, la reputación, el respeto a la palabra dada, fueron condiciones necesarias para que los mercados prosperasen. Sin esas virtudes, el contrato se convierte en trampa, la competencia en saqueo y el precio en chantaje. Mucho antes, Adam Smith ya lo había intuido. Aunque recordado por su mano invisible, Smith sabía que una economía no puede sostenerse sin confianza, y que la confianza no nace de la ley ni del interés, sino de las normas sociales y del juicio moral.

¿Y qué puede pasar? Ya en el siglo XX, Jensen y Meckling, en su célebre artículo de 1976, definieron con precisión el problema del principal/agente: cuando los intereses del que toma decisiones (el agente) no están perfectamente alineados con los del que asume el riesgo (el principal), surge la tentación de actuar por interés propio. La teoría prescribe contratos, auditorías, incentivos. Pero incluso con todos los mecanismos de control, el riesgo moral no desaparece. Porque cuando el agente pierde el sentido de su deber, la institución se degrada.

No hay arquitectura institucional ni entramado económico que resista si quienes lo habitan dejan de cumplir con su parte.

Ese es el verdadero desafío que enfrentan nuestras instituciones: no la falta de regulación, que es excesiva, sino la falta de virtud. Lo institucional, sin ethos, se convierte en simulacro.

Por eso no basta con buenas leyes ni con sistemas de control. Si el agente no tiene conciencia del bien que debe custodiar, entonces el contrato se vuelve letra muerta. La sostenibilidad de una economía no depende sólo de su marco legal o de sus indicadores macro, sino de algo más esquivo: la fibra ética de quienes la sostienen día a día, desde dentro de las instituciones.

La economía, al final, no es más que un reflejo de lo que somos. Sus indicadores capturan rendimientos, pero rara vez explican sus fundamentos más profundos. Por eso, cuando se produce una quiebra ética, los datos tardan un poco en estropearse, pero se estropean. Las burbujas estallan, los presupuestos se desbordan, las instituciones pierden eficacia. Y todo eso acaba degradando la confianza y, con ella, la capacidad de cooperar, invertir, innovar y aumentar la riqueza de los ciudadanos.

Las sociedades que crecen a largo plazo son las que han construido una arquitectura moral compatible con la complejidad del progreso. No se trata de puritanismo, sino de un diseño profundo: saber que, sin cierto grado de decencia, autocontrol y sentido del deber, ningún contrato funciona y ningún mercado se mantiene estable.

La libertad individual asociada a la responsabilidad. No hay arquitectura institucional ni entramado económico que resista si quienes lo habitan dejan de cumplir con su parte. Pero no basta con señalar la corrupción ajena o lamentarse por la degradación del debate público. También somos responsables, cada uno en su esfera, de sostener las bases invisibles de esa economía que tanto nos preocupa, la confianza, la integridad, la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos.

Si queremos una economía más justa, más innovadora y resiliente, quizá el primer paso no esté en una reforma fiscal o en un nuevo plan de crecimiento, o no exclusivamente, sino en algo más básico y que debe correr en paralelo: exigir y ejercer la virtud. No como una nostalgia moralista, sino como una apuesta lúcida por un futuro más habitable.