La tolerancia institucional hacia los títulos falsos o inflados en política no es solo una cuestión ética o de escarnio público: es una señal de cómo un país trata la educación superior, y, por tanto, de cómo sabotea (o no) su propio crecimiento económico.
La universidad no es solo un lugar de títulos, es una fábrica de productividad. O así debería ser. Y cuando el mensaje social es que “todo vale”, el daño es sistémico.
Estos días intento reunir todos los papeles necesarios para acreditar mis publicaciones, docencia e investigación. Es parte del proceso para acreditarme y obtener un sexenio o, si uno quiere seguir progresando en su carrera académica, acceder a una cátedra.
Es un procedimiento burocrático, lento, a menudo opaco, que consume semanas de trabajo, pero que da fe, al menos en teoría, de que uno ha hecho los deberes. Tengo que reconocer que no me avergüenza no tener mis papeles en regla.
Cuando se creó la ANECA en 2002 y se empezó a exigir este tipo de acreditaciones cinco años después (formalmente a partir del Real Decreto 1312/2007), muchos de los que ya llevábamos años investigando (humildemente) y enseñando sentimos que era, en parte, humillante. Como si hubiera que demostrar desde cero un mérito que estaba ya en las aulas, en los libros y en los artículos publicados.
La degradación del valor del título académico tiene efectos sobre la productividad, la eficiencia de las instituciones y, a largo plazo, sobre el crecimiento económico
Dos amigos y compañeros académicos apostaron sobre si finalmente yo cedería o no. Ni siquiera el parón por la enfermedad sirvió de nada porque la burocracia drena mi energía vital como un vampiro, y ya bastante tenía yo encima.
Pero llega el día de hoy en el que observo como cargos políticos con responsabilidad pública reconocen que mintieron sobre sus títulos académicos, y no pasa nada. O dimiten, y son aplaudidos (por mí también) por cumplir con un mínimo de decencia.
Y eso cuando dimiten. Porque lo normal es que no ocurra absolutamente nada. Ninguna consecuencia. Ninguna exigencia. La pregunta que me hago no es por qué lo hacen. La pregunta es: ¿qué mensaje está lanzando este país sobre el valor del conocimiento?
Si los títulos se usan como adorno, y nadie exige responsabilidad cuando se falsifican, ¿para qué sostener un sistema universitario exigente? ¿Qué estímulo tiene un estudiante para formarse de verdad si lo que premia el sistema político es la simulación?
Pero el problema no es solo ético. Es estructural. La degradación del valor del título académico tiene efectos sobre la productividad, la eficiencia de las instituciones y, a largo plazo, sobre el crecimiento económico. La credibilidad de una universidad o de un país no se impone por decreto. Se construye y se destruye.
La excelencia en títulos de grado y posgrado está correlacionada con la productividad de los países, pero el impacto varía según el contexto económico y las oportunidades laborales
Y si los ciudadanos observan que los que toman decisiones públicas no necesitan cumplir las mismas exigencias que cualquier aspirante a profesor, investigador o técnico de la administración, lo que se erosiona no es solo la confianza, sino el respeto hacia el conocimiento en sí mismo. Y ese es el país que estamos construyendo.
Es decir, no se trata solo de dignidad profesional. Lo que está en juego es el modelo de país. Las naciones que se toman en serio la excelencia educativa no lo hacen por vanidad, sino porque saben que de ahí nace la productividad, la innovación y, a medio plazo, el bienestar. Los títulos, en principio, otorgan legitimidad al conocimiento y alimentan la credibilidad de las instituciones.
La excelencia en títulos de grado y posgrado está correlacionada con la productividad de los países, pero el impacto varía según el contexto económico y las oportunidades laborales. Países con sistemas educativos de calidad y economías basadas en el conocimiento (como EEUU o Singapur) muestran una relación más fuerte.
También hay una relación más clara entre la excelencia en programas de posgrado (especialmente en STEM) y la innovación tecnológica, evidenciada por patentes, publicaciones y colaboraciones con la industria. Universidades como MIT, Stanford y Tsinghua son ejemplos destacados.
Pero aquí nos encontramos con un bucle pernicioso. La Fundación BBVA señala que universidades en regiones menos desarrolladas, con economías menos innovadoras, enfrentan mayores desafíos para traducir la calidad educativa en productividad debido a la falta de un tejido industrial robusto.
¿Qué alternativa queda si no podemos exigir estándares a los gestores públicos, que son los guardianes del sistema?
¿Es nuestra economía, más allá del PIB y de los datos macro más “moldeables”, adecuada para trasladar la excelencia académica a la marcha del país? No, claro que no.
Philippe Aghion lo explica con claridad en The Power of Creative Destruction (2021). Los países que logran sostener el crecimiento en el largo plazo no son necesariamente los más ricos ni los más estables, sino aquellos que permiten que la innovación emerja sin destruir las bases de confianza que permiten absorber ese cambio, es decir, las instituciones. Y entre esas instituciones, la universidad juega un papel central.
Aghion muestra cómo los países con universidades más exigentes, mejor financiadas y más conectadas con el sector productivo logran combinar mayor capacidad de innovación con mejoras sostenidas en productividad, empleo cualificado y bienestar general.
En cambio, cuando la educación superior se convierte en una ficción burocrática, cuando se reparten títulos sin control o se inflan sin consecuencias, se deshilacha la cadena que conecta el conocimiento con la economía real. Se erosiona la universidad, y también la posibilidad misma de un futuro mejor.
¿Qué podemos hacer? ¿Qué alternativa queda si no podemos exigir estándares a los gestores públicos, que son los guardianes del sistema?
Tal vez haya que rendirse. Disolver la ANECA, eliminar la acreditación, abolir los estándares. Declarar obsoleto el mérito, prescindir de las universidades como filtro, dejar de fingir que los títulos oficiales significan algo.
Que el lobo se coma a las gallinas. Y ya puestos, que monte un restaurante en el gallinero. Eso sí: que no se extrañen cuando la confianza desaparezca. Porque cuando el guardián se disfraza de depredador, lo que se devora es el futuro.