Cataluña quiere un modelo singular de financiación. No un concierto como el vasco, no un privilegio histórico como el navarro. Una cosa nueva. Distinta. A medida.
Como si fuera la primera vez que alguien pide un traje fiscal a su gusto, cortado y cosido por el sastre de la Generalitat. Y como si el resto de España no lleváramos años pagando la factura de tanta singularidad.
La propuesta no es explícita, pero la ambición se huele: recaudarlo todo, gestionarlo todo… sin renunciar a las transferencias, ni a los fondos de compensación, ni a la cobertura estatal cuando las cosas se tuerzan. Autonomía, sí. Pero con red. Y con reembolso.
Es el sueño de cualquier adolescente fiscal: la libertad de gastar sin la responsabilidad de recaudar. El arte de pedir sin pagar. Pocas veces el término “singular” ha servido para disfrazar con tanta elegancia lo que en cualquier manual se llama privilegio institucionalizado.
Porque, en la práctica, no se propone una mayor responsabilidad fiscal, sino una mayor capacidad de gasto sin el correspondiente riesgo político ni financiero. Un chollo, vamos.
La decisión política no se acerca al ciudadano; al contrario, se vuelve opaca, y la rendición de cuentas se diluye como lágrimas en la lluvia
James Buchanan, premio Nobel de Economía y fundador de la Escuela de la Elección Pública, lo explicó hace décadas en The Power to Tax, junto a Geoffrey Brennan: “El Estado moderno tiende a comportarse como un Leviatán, acumulando poder fiscal sin límites si no se le imponen frenos institucionales reales”.
Cuando las regiones pueden gastar con dinero ajeno, el sistema se pervierte. La decisión política no se acerca al ciudadano; al contrario, se vuelve opaca, y la rendición de cuentas se diluye como lágrimas en la lluvia.
¿El resultado? Ciudadanos que culpan a Madrid de los recortes, pero aplauden a su gobierno autonómico por gastar sin límite. Una fórmula perfecta para arruinarse colectivamente.
Albert Breton, economista canadiense, soñaba con un federalismo donde los gobiernos compiten por atraer ciudadanos y empresas, ajustando gasto e impuestos de forma responsable. Pero para eso, cada uno debe jugar con su propio dinero.
Lo que vemos en España se parece más a un concurso de agravios y excepciones: quien más se queja, más consigue.
Que recauden todo: IVA, IRPF, sociedades, el impuesto al sol si hace falta
Competir por eficiencia, transparencia o buen gobierno suena a utopía de instituto. Aquí se compite por quién llora más alto, quién negocia más duro, quién saca más tajada. Especialmente cuando lo que está en juego es la presidencia del Gobierno, que está dispuesto a ceder lo que sea por permanecer en el poder.
Ante tanta barbaridad, lo que me planteo es ¿qué pasa si les damos lo que quieren? ¿Si damos por buenas sus reclamaciones, pero del todo? ¿Quieren un modelo singular? Pues démoselo. Pero singular de verdad.
Que recauden todo: IVA, IRPF, sociedades, el impuesto al sol si hace falta. Que gestionen la Seguridad Social, con sus pensiones, sus bajas y sus cotizaciones de autónomos que nunca llegan a fin de mes. Que cubran su sanidad, su educación, sus carreteras. Que se hagan cargo de su parte de la deuda pública, con sus intereses y sus plazos.
Y, por supuesto, que se despidan del Fondo de Liquidez Autonómica o de cualquier rescate estatal. Como una empresa independiente que se queda con sus ingresos, pero también paga sus facturas. Y si quiebra, que no espere que la matriz le saque las castañas del fuego. Que se comporten como adultos responsables.
¿Demasiado duro? No. Simple coherencia. Si el modelo es singular, que lo sea hasta el final. Nada de quedarse con lo bonito, con la recaudación y el poder, y dejarle al resto las deudas y los riesgos.
Si criticamos un modelo singular para Cataluña, habrá que revisar los singulares históricos: el Concierto vasco y el Convenio navarro
Porque, si no, esto no es autonomía; es un buffet libre donde Cataluña elige los platos caros y el resto pagamos la cuenta.
Por otro lado, el tema de Cataluña nos obliga a mirar al norte. Porque si criticamos un modelo singular para Cataluña, habrá que revisar los singulares históricos: el Concierto vasco y el Convenio navarro. Nacidos como excepciones, se han convertido en dogmas intocables.
Nadie los evalúa, nadie los cuestiona, nadie se pregunta si cumplen con los principios de equidad, solidaridad o corresponsabilidad. Y, de hecho, ya están cobrándose las seis monedas de plata al Gobierno.
En un país donde todos pagamos los mismos impuestos, ¿es lógico que algunos territorios negocien su aportación al Estado como si fueran una embajada extranjera? ¿Y si Cataluña, ya puestos, negocia también su propio tratado de libre comercio con Andorra?
¿El futuro de España va a ser una confederación de territorios singulares, donde cada uno recauda a su manera, gasta a su gusto y negocia sus condiciones cuando hay apuros? Tal vez, pero no nos engañemos: eso no es federalismo, ni autonomía, ni descentralización.
Mientras tanto, los ciudadanos seguiremos financiando el espectáculo, con hacienda compartida y moral separada
Llamemos cada cosa por su nombre. Eso es asimetría institucional disfrazada de justicia fiscal. Un collage de presuntos reinos de taifas donde cada uno juega a ser soberano hasta que llega la factura.
Y cuando llegue la próxima crisis, porque siempre llega, que alguien avise a los mercados: Cataluña y el País Vasco van por su cuenta, España no les avala. Y, en este punto, me surge otra pregunta incómoda.
¿Puede una comunidad autónoma con hacienda y caja propias seguir accediendo a los fondos europeos que gestiona el Estado?
Porque una cosa es tener más competencias fiscales. Y otra muy distinta es seguir recibiendo recursos diseñados para la cohesión territorial sin aportar al sistema que los canaliza. Los fondos europeos no son un cheque al portador: los asigna Bruselas a un Estado miembro, no a cada región.
Y si cada territorio quiere jugar por libre, también deberá explicar en Bruselas qué hace con el dinero conjunto.
Mientras tanto, los ciudadanos seguiremos financiando el espectáculo, con hacienda compartida y moral separada. Porque, al final, el único modelo singular que funciona en España es el de siempre: el de pagar entre todos para que unos pocos se sientan especiales.