Mientras los titulares se centran en las cloacas de la política, hay otra fuga que apenas ocupa espacio en los informativos: la de la inversión extranjera directa (IED).
No hace ruido, no llena tertulias, pero cuando falta se nota. Y España lleva tiempo sintiendo esa ausencia, aunque con un espejismo intermedio que ahora conviene entender y desmontar.
Los datos son claros: en 2022, España recibió más de 53.000 millones de dólares en IED. En 2023, la cifra cayó un 13%.
Y en 2024, aunque el balance anual mostró una subida del 22 %, ese crecimiento fue engañosa compensación: la inversión durante la primera mitad del año se desplomó más de un 33%. Solo una remontada inesperada en el segundo semestre salvó los números.
¿La razón? El efecto de los fondos europeos. Buena parte del capital extranjero que entró en 2024 lo hizo al calor de los proyectos financiados por el Plan de Recuperación y los fondos NextGenerationEU.
Si ya era difícil convencer al inversor de que pusiera un pie, la próxima vez habrá que convencerle de que no salga corriendo.
Proyectos de digitalización, energías limpias, infraestructuras sostenibles. España, durante unos meses, parecía una oportunidad.
Pero conviene recordar que una oportunidad no es una garantía. Es una expectativa. Una promesa. Una posibilidad sujeta a condiciones. Y la primera condición, la más obvia, pero la más exigente, es que las cosas pasen.
Que los proyectos arranquen. Que las reglas sean estables. Que no haya que esperar meses para una autorización.
Que no se filtren las ayudas antes de que se convoquen. Que no empiece a circular la sospecha de que alguien, otra vez, se ha llevado algo que no debía.
Cuando eso no ocurre, la oportunidad se evapora. Y con ella, algo más valioso: la credibilidad del anfitrión. Porque si ya era difícil convencer al inversor de que pusiera un pie, la próxima vez habrá que convencerle de que no salga corriendo.
La desconfianza funciona con intereses compuestos: cuanto más se acumula, más cuesta revertirla
La desconfianza funciona con intereses compuestos: cuanto más se acumula, más cuesta revertirla. Y si la primera vez te creyeron por entusiasmo, la segunda solo lo harán por pruebas. Bienvenidos al mundo real.
Por eso, la inversión basada en incentivos coyunturales no es inversión estable, y mucho menos estructural. Y hoy el problema de fondo sigue ahí: no vienen nuevos inversores, y los que ya están empiezan a mirar con cautela.
El segundo semestre de este año no parece que vaya a repetir el “rebote” de 2024. ¿Por qué?
Primero, porque ya no está el efecto tractor de los fondos europeos. La ejecución está muy avanzada, las oportunidades se han reducido, y la sombra de la malversación, con investigaciones abiertas en Bruselas, ha contaminado incluso lo que funcionaba bien.
Segundo, porque los factores globales no ayudan: la inflación europea se resiste a ceder, los tipos de interés siguen altos, y las tensiones geopolíticas (desde Ucrania hasta el estrecho de Ormuz, pasando por las amenazas arancelarias de Trump) generan un clima de incertidumbre que encarece y frena las decisiones de inversión.
España ha crecido cuando ha sabido atraer capital exterior
Y tercero, y aquí viene lo más preocupante, porque España está perdiendo atractivo propio. La presión fiscal sobre empresas y autónomos, los bandazos regulatorios, la imagen de inestabilidad política y la sucesión de escándalos institucionales no invitan a apostar a largo plazo. No es que el capital sea cobarde. Es que es racional.
Como señalan los últimos datos de la Competitividad fiscal empresarial 2025 del IEE, España no está precisamente ofreciendo el mejor escaparate: las empresas destinan un 41,6 % de su Excedente Bruto de Explotación en impuestos, frente al 31 % en la OCDE; soportan una presión fiscal, incluidos impuestos, cotizaciones y tasas, que es un 24 % superior a la media; y sufren una complejidad normativa un 16,5 % mayor que la del entorno.
Cuando un país combina una carga fiscal explosiva con burocracia difícil de digerir, deja de ser una “oportunidad” para convertirse en una trampa. Y esa trampa no detiene inversores: los repele.
Por si la corrupción era poco, la gestión fiscal del Gobierno está logrando que se erosione más y más la reputación fiscal de España.
Algunos repiten el mantra de que la inversión extranjera es una forma de “invasión económica”. Es una lectura infantil y profundamente equivocada. La historia económica nos enseña lo contrario: España ha crecido cuando ha sabido atraer capital exterior.
El capital llama al capital, y no por elitismo, sino porque así funciona la cadena de incentivos
Desde el ferrocarril financiado por franceses y británicos en el siglo XIX, hasta la industria del automóvil impulsada por multinacionales en los años 60 y 90. La inversión extranjera ha sido motor más que amenaza.
Además, la inversión extranjera suele generar también inversión nacional: cuando llega dinero de fuera, aumenta la demanda de empleo cualificado, se activan proveedores locales, se transfiere tecnología y se elevan los estándares de gestión.
El capital llama al capital, y no por elitismo, sino porque así funciona la cadena de incentivos. ¿Quién gana con eso? Pues todo el mundo. Pero, sobre todo, los de abajo.
Como ocurrió en las grandes oleadas de industrialización, son precisamente los menos favorecidos quienes más tienen que ganar cuando se crea una clase media con expectativas de futuro. Expectativas de trabajo, de seguridad, de ascenso vital.
Cualquiera que de verdad quiera combatir la pobreza lo sabe: es más eficaz abrir una fábrica que cerrar una cuenta ajena a martillazos con la excusa de una pretendida justicia social que encubre envidia. Aunque lo segundo dé más votos.
Que la IED caiga no es solo un dato. Es un síntoma de desconfianza. Cuando un país deja de atraer inversión, lo que está perdiendo no es solo dinero: es reputación. Es futuro.
Y lo más grave no es que esté pasando. Es que, entre el ruido de las cloacas, nadie parezca darse cuenta.