El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez
Cuando uno firma un compromiso internacional, lo suyo es cumplirlo. O, como mínimo, guardar las formas.
Pero parece que en Moncloa no han tenido tiempo de leer la letra pequeña del último acuerdo firmado en el marco de la OTAN, donde se establece que los Estados miembros aspiren a dedicar hasta el 5% de su PIB al gasto militar.
Una cifra descomunal para un país como España, que hoy apenas supera el 1,3%. Y ahí empieza el despropósito.
Pedro Sánchez, quien no olvidemos llegó a la cumbre de la OTAN en su momento más bajo por los casos de corrupción familiar y política que asedian al partido y a su propia imagen, firmó el documento en La Haya para anunciar después —sin rubor— que no lo cumplirá.
Ha dejado claro que su Gobierno se planta en el 2,1%, lo justo, según dice, para cubrir los nuevos compromisos armamentísticos.
Pasar del 1,3% al 5% del PIB supondría, en términos absolutos, un incremento de más de 50.000 millones de euros anuales
Pero ese giro no ha pasado desapercibido: Trump lo ha señalado públicamente como el único país que se niega a "pagar".
Y, en Europa, su aislamiento político ha sido palpable, hasta en la foto oficial. La imagen de España como socio atípico, distante, incómodo, comienza a consolidarse.
Ahora bien, el problema no es solo de coherencia diplomática. Es económico. Pasar del 1,3% al 5% del PIB supondría, en términos absolutos, un incremento de más de 50.000 millones de euros anuales.
Para ponerlo en contexto: el gasto total en sanidad pública en 2024 rondará los 92.000 millones. Resulta evidente que cuadrar esas cifras implicaría recortes, deuda o una combinación de ambas.
Y eso, sin entrar en el terreno de la oportunidad: ¿qué sentido tiene ese esfuerzo presupuestario? ¿Estamos ante una amenaza real que justifique semejante rearme?
España, tradicionalmente cómoda en la ambigüedad, ha dejado entrever una resistencia frontal a lo que percibe como una imposición
Porque no basta con aumentar la partida de Defensa. La mayor parte del presupuesto actual se destina a personal, no a sistemas de armas.
Multiplicar el gasto implicaría rediseñar completamente el modelo de Fuerzas Armadas, contratar decenas de miles de efectivos, construir nuevas infraestructuras y asumir, de paso, una doctrina militar que ni siquiera ha sido debatida públicamente.
Sin embargo, hay quien ve en esta negativa una señal de madurez estratégica. En un entorno geopolítico cada vez más polarizado, no alinearse ciegamente puede ser un acto de afirmación.
España, tradicionalmente cómoda en la ambigüedad, ha dejado entrever una resistencia frontal a lo que percibe como una imposición.
No es una decisión sin costes; ya hay amenazas veladas de represalias comerciales y presiones diplomáticas. Pero también es cierto que quienes han defendido posiciones propias —como Francia o incluso Dinamarca, en otros frentes— no han salido necesariamente perjudicados.
No se trata de heroicidades ni de rupturas, sino de preguntarse si obedecer sistemáticamente fortalece o debilita
Lo que es indudable es que hay un matiz entre no gastar y no llegar, como es el probable caso de Italia, Bélgica y Portugal. Al menos Sánchez ha tenido la valentía de decir que no, vendiendo la idea de que ha llegado a un acuerdo que otros países, como Polonia, consideran de excepción injustificada.
No se trata de heroicidades ni de rupturas, sino de preguntarse si obedecer sistemáticamente fortalece o debilita. Ser aliados no significa ser sumisos.
Y gastar sin preguntarse por qué ni para qué, solo para aplacar a un socio ruidoso, no suena precisamente a estrategia nacional.
Cuesta entender, sin embargo, qué visión de alianzas estratégicas proyecta Pedro Sánchez en este momento de su mandato.
Con un apoyo interno menguante, ha optado por una política exterior de confrontación simultánea con múltiples actores: se ha posicionado en favor de Palestina, ha desafiado a Israel, ha irritado a Estados Unidos, y ha mantenido un rechazo claro hacia Rusia.
El nuevo orden multipolar no premia la equidistancia, y cada vez exige más claridad: o se está, o no se está
Una política de gestos y de antagonismos que parece buscar legitimidad ideológica más que influencia real. En un mundo reconfigurado desde 2022, más beligerante, donde hay nuevas zonas grises, esa ambigüedad puede aislar aún más a España.
Porque el nuevo orden multipolar no premia la equidistancia, y cada vez exige más claridad: o se está, o no se está.
A ello se suma un patrón de intervención cada vez más marcado en sectores estratégicos nacionales.
Sánchez, en su deriva intervencionista a medio camino entre el totalitarismo y el chovinismo económico, ha ido tejiendo una red de control sobre piezas clave de la soberanía económica: la toma de poder en Indra, la nacionalización encubierta de Telefónica y la presión sobre el sistema eléctrico.
No son desembolsos explícitos, pero sí una forma de proyectar que España tiene capacidad de actuar fuera de los márgenes presupuestarios tradicionales. Tampoco conviene olvidar el papel que juega España en la industria militar europea desde la producción de armamento, munición, o la participación en consorcios estratégicos.
Quizás el mensaje que se envía no es "no queremos gastar", sino "preferimos gastar a nuestra manera".
En definitiva, el debate no es solo presupuestario. Es ideológico, estratégico y profundamente político.
Y convendría tenerlo antes de que, entre compromisos, cumbres y sonrisas, acabemos metidos en guerras que ni entendemos ni nos pertenecen.