
Donald Trump
En este preciso instante, mientras yo me enfrento al folio en blanco para tratar de reunir las mil palabras que deberán dotar de algún contenido a esta tribuna, el portaaviones Nimitz, de la Marina de los Estados Unidos, se dirige hacia el estrecho de Ormuz, frente a las costas de Irán.
Carga a bordo a unos seis mil militares, además de las noventa aeronaves, entre cazas y helicópteros, que aloja en su a; una enorme carga propulsada por sus dos reactores nucleares.
Por lo demás, esa nave gigantesca solo es una de las diez de su misma categoría de las que dispone la Armada norteamericana.
La gran contradicción de esa república imperial que son los Estados Unidos de América desde que
desplazaron al imperio que les precedió, el británico, tras la Primera Guerra Mundial, allá por 1918,
reside en que su propio poder es el causante de su decadencia.
Porque mantener la hegemonía global requiere afrontar un gasto militar enorme y constante. Gasto militar, ese insoslayable por razones estratégicas, que exige disponer igualmente de una divisa nacional muy fuerte.
Estados Unidos se ha ido desindustrializando a partir de la década de los ochenta porque fabricar cualquier cosa en China resultaba mucho más barato
Toda vez que, dado su enorme volumen, no resultaría viable financiarlo sólo con recursos presupuestarios propios; esto es, sin contar para su sostenimiento con el concurso de caudales procedentes del extranjero.
Un ejército fuerte, el más fuerte, impone dotarse de un dólar también fuerte (nadie presta durante mucho tiempo a un deudor cuya moneda pierde poder de compra de modo crónico).
Pero, y aquí entra en escena la contradicción paradójica a la que quiere hacer frente Trump en este su segundo mandato, el dólar permanentemente fuerte constituye, a su vez, la razón última de que las empresas domésticas de los Estados Unidos vean minorada su competitividad frente a los rivales internacionales.
Estados Unidos se ha ido desindustrializando a partir de la década de los ochenta porque fabricar cualquier cosa en China resultaba mucho más barato, sí, pero también porque cualquier cosa fabricada dentro de Estados Unidos se tiene que vender muy cara en el resto del mundo por culpa de la robustez del dólar.
Y de ahí, por cierto, el fiscal y el comercial, que arrastraba la economía norteamericana desde hace décadas. Un doble déficit ya estructural que la “gran y hermosa” ley fiscal de Trump amenaza ahora con elevar a niveles directamente siderales.
Se estima que su proyecto podría llevar el ratio entre la deuda y el PIB a un nivel del 125% para 2034 (ahora es del 100%)
Al punto de que se estima que su proyecto podría llevar el ratio entre la deuda y el PIB a un nivel del 125% para 2034 (ahora es del 100%).
A su vez, el déficit también podría escalar desde el actual 6,4%, un porcentaje ya preocupante, hasta casi el 7% (en concreto, se estima que llegue al 6,9% anual).
Así las cosas, la muy prosaica, casi burda simplicidad del plan presupuestario trumpista (elevar
significativamente el ya enorme gasto militar, no reducir en la misma proporción las partidas
correspondientes a la componente civil de la Hacienda federal.
Por la parte de los ingresos, acometer una fuerte reducción de impuestos con especial énfasis en el alivio de la carga fiscal asociada a las rentas altas y muy altas, un contrasentido sólo viable recurriendo a emisiones adicionales y masivas de bonos) abocará, según Moody's, a que únicamente
Por la parte de los ingresos, acometer una fuerte reducción de impuestos con especial énfasis en el alivio de la carga fiscal asociada a las rentas altas y muy altas, un contrasentido sólo viable recurriendo a emisiones adicionales y masivas de bonos) abocará, según Moody's, a que únicamente los pagos por intereses de la deuda absorban el 30% de los ingresos totales del Gobierno federal en 2035.
Tampoco existe riesgo alguno de que Estados Unidos quiebre, ya que es imposible la quiebra de un Estado que se endeuda en la moneda que él mismo emite
Y de ahí el afán urgente de la Casa Blanca por desmantelar cuanto antes las regulaciones preventivas que se aplicaron al sector financiero tras el derrumbe en cadena de los bancos que dio lugar a la Gran Recesión.
Se trata de demoler los muros legales que impiden a las entidades de crédito atiborrar en exceso sus balances corporativos con títulos de deuda estatal adquiridos vía apalancamiento.
Como pasa con la memoria de los peces, que sólo dura tres segundos según aseguran los ictiólogos, el recuerdo de la quiebra del Silicon Valley Bank y de varios bancos regionales, la ocurrida en 2023 por causa de la pérdida de valor de los bonos del Tesoro que se amontonaban en sus cajas fuertes, parece haberse desvanecido también en los despachos del poder en Washington.
Por cierto, un cúmulo de contrariedades que recuerda al perfil típico de un país del Tercer Mundo en riesgo inminente de bancarrota.
Aunque no sólo del Tercer Mundo, pues la situación de las cuentas públicas norteamericanas, amén de su gestión heterodoxa, se comienza a parecer cada vez más al precedente de aquella efímera Liz Truss (duró apenas 47 días en Downing Street) en el Reino Unido.
Ocurre que la magia libertaria en la que creía Truss para equilibrar las cuentas era esencialmente similar a lo que ahora vemos al otro lado del Atlántico: generosos regalos fiscales a los ricos, simultánea reticencia a la hora de recortar el gasto de todo tipo ya no financiable con los ingresos corrientes, y montañas de deuda pública para tratar de cuadrar contablemente ese círculo imposible. Beneficios para todos y costes para nadie, parecía una idea genial, fantástica.
Algo así como el equivalente hacendístico a la fórmula secreta de la Coca-Cola.
Suerte, en fin, que el Banco de Inglaterra llegó justo a tiempo para evitar la quiebra de todos los fondos de pensiones del país, que se habían entrampado con títulos de deuda de su majestad, que amenazaban con no valer nada en días por el escepticismo del mercado ante tanta alquimia aritmética. Y la situación actual norteamericana - decía- se parece mucho. Se parece, pero no es igual.
No lo es, entre otras razones, porque el dólar, a pesar de sus achaques, sigue constituyendo todavía la moneda mundial de reserva, un estatus de privilegio al que la libra esterlina tuvo que renunciar hace ya más de un siglo.
Y por cierto, tampoco existe riesgo alguno de que Estados Unidos quiebre, ya que es imposible la quiebra de un Estado que se endeuda en la moneda que él mismo emite. No obstante, los estragos de la gran paradoja imperial, ¡ay!, siguen ahí.
*** José García Domínguez es economista.