
Imagen de una autopista
El Gobierno está tramitando un Real Decreto donde consta la posibilidad de que los ayuntamientos impongan restricciones de circulación a los vehículos con un solo ocupante.
Esto constituye una vuelta de tuerca más del totalitarismo y suscita un debate intenso sobre libertad individual, derechos fundamentales y alcance del poder público.
Esta medida, amparada en una reforma del Reglamento de Circulación, ha sido defendida por el director de la DGT, Pere Navarro, con la máxima “el futuro del tráfico será compartido o no será”.
El Gobierno la presenta como una medida más de la transición ecológica, como solución para reducir emisiones y congestión, en la línea del “es por tu bien”.
Sin embargo, sin entrar ahora en razones éticas, desde una perspectiva de derechos y eficacia real, plantea serias dudas: ¿hasta qué punto es legítimo coartar la libertad de circulación de un ciudadano simplemente por viajar solo?
Imponer vetos o sanciones a quien circule sin acompañantes implica, en la práctica, una restricción de esos derechos
¿No choca con el derecho constitucional a circular libremente por el territorio? ¿Es el nuevo derecho a la movilidad un engaño al aparejar limitaciones de la misma?
El artículo 19 de la Constitución Española garantiza que “los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional” y que “este derecho no podrá ser limitado por motivos políticos o ideológicos”.
Además, el artículo 139 establece que “ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español”.
Incluso por encima todos estos preceptos positivos, preexisten los derechos naturales a la propiedad y la libertad individual.
Imponer vetos o sanciones a quien circule sin acompañantes implica, en la práctica, una restricción de esos derechos, pues obliga al ciudadano a modificar su comportamiento bajo coacción administrativa.
¿Es justo que el poder público decida obligatoriamente con quién o sin quién debo moverme?
Dentro del marco de un Derecho marcado por el sesgo ideológico del cambio climático antropocéntrico, la finalidad medioambiental o de reducción del tráfico parecería legítima, pero, si prescindimos de este dogma, podría ser un motivo contrario a la Constitución y también a los principios de proporcionalidad y mínima intromisión.
Antes de imponer este tipo de medidas, tendrían que agotarse, por ejemplo, otras como la implantación de peajes urbanos o incentivos a compartir vehículo, que, a simple vista, pueden ser más respetuosas que sancionar directamente al conductor solitario.
La radicalización de políticas que obligan a compartir coche deriva del cumplimiento de los preceptos de la nueva religión denominada Agenda 2030. Un modelo totalitario y liberticida que se acompaña de planes de intervención estatal extremos y de aplicación despótica, si es necesario.
Así, podemos preguntarnos si ¿es justo que el poder público decida obligatoriamente con quién o sin quién debo moverme?
Si la medida se adopta sin amplias alternativas razonables y basadas en evidencia clara, se convierte en un ejercicio de coacción incompatible con sociedades que valoran la libertad individual y la iniciativa privada, incurriendo en la pesadilla orwelliana.
Un coche es un bien propiedad del ciudadano, adquirido bajo sus condiciones de libre circulación bajo condiciones de seguridad jurídica
También está el tema de la coacción tributaria. Ya lo cantaban The Beatles en su tema “Taxman”: “Si conduces un coche, cobraré impuestos por la calle (…) Si te vas de paseo, cobraré impuestos por los pies”.
Además, diversos estudios sobre restricciones de circulación muestran graves perjuicios económicos. Por ejemplo, tras la implantación de la ZBE de Madrid Central se observó un descenso del 21 % en el gasto en comercios tradicionales de la zona por parte de residentes de otros códigos postales, en directo perjuicio a los pequeños empresarios sin canal de venta online.
Aunque en desarrollo de estas limitaciones de derechos se terminen por admitir numerosas excepciones que permitan la circulación de algunos, ello solo abundará en la discriminación de otros, con la creación por la vía indirecta de privilegios para algunos profesionales, ciudadanos o negocio, enfrentando artificiosamente a los ciudadanos entre sí.
Abundando en el daño meramente económico, obligar a viajar en transporte público o en coche compartido, en vez de simplemente incentivarlo, puede traducirse en jornadas más largas, pérdida de productividad y efectos negativos en la conciliación familiar, más aún en áreas con oferta de transporte público insuficiente o mal conectada.
La experiencia internacional muestra que cuando se han prohibido trayectos según días o matrículas o categorías de los vehículos, se observaron aumentos en la compra de segundas unidades para evadir la norma o búsqueda de rutas alternativas que derivan en trayectos más largos, incrementando tráfico en la periferia de la zona restringida.
Como también se ha visto recientemente con la sentencia de que anula las Zonas de Bajas Emisiones de Madrid, las restricciones afectan desproporcionadamente a colectivos vulnerables y personas con necesidades específicas de movilidad (personas mayores que viajan solas a consultas médicas, trabajadores con horarios atípicos que no encuentran compañeros de ruta, residentes en áreas rurales o periferias con transporte público deficiente, etc.).
Obligarles a compartir coche o a depender de transporte colectivo puede suponer largos esperas, pérdida de oportunidades de empleo y marginación.
Estas medidas, presentadas como “justas” por reducir emisiones, en la práctica pueden profundizar desigualdades si no se acompañan de políticas integrales que garanticen opciones viables.
Sin un análisis social riguroso, el resultado es una regulación que castiga al más débil por no poder adaptarse a requisitos de “ocupación mínima” mientras que los poderes públicos le dicen que es “por su bien”.
Pero es que todo esto atenta contra el objeto perverso del régimen global totalitario: la propiedad privada. Un coche es un bien propiedad del ciudadano, adquirido bajo sus condiciones de libre circulación bajo condiciones de seguridad jurídica.
Restringir su uso por decisión subjetiva de ocupación contradice también la libertad de empresa y actividad económica, pues muchos profesionales utilizan sus vehículos para prestar servicios que no pueden subcontratar (profesionales liberales, servicios de asistencia domiciliaria, reparaciones, repartos puntuales, etc.), de modo que cualquier limitación de uso tendría que aparejar compensaciones adecuadas.
Avanzar por la senda que ya marcan las zonas de bajas emisiones y la transición forzada a vehículos eléctricos, y ahora también restringir la circulación a coches con un solo ocupante, es un triple salto mortal hacia un intervencionismo de tintes totalitarios que instala un modelo en el que, como señala Murray N. Rothbard, en su Manifiesto Libertario, respecto al estatismo “todo está prohibido, salvo lo que te obligan a hacer”.
***Emilio Domínguez del Valle es abogado experto en movilidad y transportes.