
Donald Trump, candidato a la presidencia de Estados Unidos, en un mitin celebrado el sábado. Reuters Carolina del Norte (Estados Unidos)
Por primera vez en su historia, Estados Unidos se queda sin una calificación AAA otorgada por alguna de las tres grandes agencias. Moody's ha sido la última agencia en retirar ese sello de perfección que adornaba el Tesoro americano. Se trata de una sacudida brutal para un mercado ya tensionado y un regaño sonoro a quienes llevan décadas postergando reformas necesarias para que la deuda americana siga brillando como el activo libre de riesgo del mundo.
Moody's ha dejado claro el motivo: una trayectoria fiscal insostenible, déficits que podrían rozar el 9% del PIB en una década, intereses disparados, y una generación de ingresos poco convincente. No ha hecho falta mucha poesía para acompañar la decisión. Lo grave, como siempre, no es el hecho aislado, sino el ecosistema en el que ocurre.
Un ecosistema donde el "America First" de Trump ha mutado en un "Debt Last" sin estrategia coherente. Un proteccionismo mal digerido, una política fiscal expansiva sin cobertura, y unas presiones constantes sobre la Fed para que baje tipos mientras el Tesoro imprime deuda como si no hubiera mañana.
El downgrade no ha sido una sorpresa, pero sí una señal inequívoca: algo está roto. Posiblemente estamos ante la culminación de décadas de mala gestión fiscal, algo que en Europa retumba más que en ningún otro lugar. Un festival de promesas, exenciones y recortes fiscales sin financiación.
Y lo más alarmante: el Congreso, incluso ahora, sigue jugando con nuevas leyes fiscales apodadas como la "Gran y Hermosa Ley" de Trump. Una propuesta que extendería los recortes fiscales de 2017, disparando el déficit en 4,2 billones de dólares durante la próxima década.
El downgrade es también una advertencia al juego peligroso entre política fiscal y monetaria
A este baile de cifras le falta la música de la historia. La retirada del patrón oro en 1971 fue un golpe maestro: el dólar dejó de estar vinculado al metal precioso y pasó a estar anclado en la fe. Una fe global, en la capacidad de Estados Unidos de hacer honor a sus deudas. Desde entonces, financiar el déficit por cuenta corriente con deuda en moneda propia se volvió la norma. Una contradicción elegante: ser el mayor deudor mundial y, a la vez, emisor de la moneda de reserva.
Pero incluso la fe tiene sus límites. Si se percibe presión política sobre la Fed, si la guerra comercial enturbia el crecimiento y si las agencias de rating pierden la paciencia, los inversores internacionales pueden empezar a mirar hacia otro lado.
El problema de fondo no son los aranceles ni China, sino la falta de progreso en las negociaciones sobre el déficit. Cuando el rendimiento del bono a 10 años mira hacia el 5%, se percibe un susurro de un mercado que empieza a perder la fe.
El downgrade es también una advertencia al juego peligroso entre política fiscal y monetaria. Trump quiere tipos bajos para financiar su fiesta. Pero Powell no puede convertirse en el cajero automático del populismo económico. Esa tensión es la semilla de una crisis de confianza. Y una crisis de confianza en el dólar es una crisis en el sistema entero.
Algunos pueden pensar que no se trata más que de maquillaje superficial pues la deuda ya perdió su máxima calificación en 2011, tras la retirada de S&P, y tampoco cambió mucho el panorama tras la rebaja en 2023 por parte de Fitch. Este recorte es más, la coherencia de no quedarse solo justificando lo imposible. La realidad es que nada ha pasado porque el Tesoro financia su deuda con una moneda hegemónica y porque cuenta con el apoyo incondicional de la Fed. Pero todo puede cambiar si el frágil equilibrio global se altera.
¿Y Europa? Observa desde la distancia con los mismos problemas escondidos bajo la alfombra. Deuda alta, crecimiento anémico y la misma ilusión de que el BCE será siempre cómplice. El reflejo es claro: una política fiscal que no se corrige, un contrato social caducado y una deuda que sigue trepando como si el PIB fuera infinito.
Lo de Moody's no es una sorpresa. Es un aviso. Y como todos los avisos, puede que llegue tarde. Pero esta vez, conviene escucharlo. Porque cuando el país más endeudado del planeta pierde su estrella, las demás economías deberían mirar al cielo... y preocuparse.