Ayer, mientras miles de ciudadanos se quedaban atrapados en los trenes, los hospitales pasaban a modo emergencia y las comunicaciones colapsaban, se activó otra reacción automática, esta vez no del sistema eléctrico, sino del sistema político: buscar un culpable. En cuestión de horas, ya se señalaba a “las eléctricas” y al “mercado”.

Pero hay algo que he aprendido con los años: la culpa te paraliza, la responsabilidad te lleva a la acción. Culpar es un alivio momentáneo que impide entender, pero permite ocultar a los ojos del público lo que no conviene que se vea. Responsabilizarse implica analizar, asumir y corregir.

Culpar al mercado, como si fuera un ente perverso, paraliza el debate. Pero, además, nos impide ver que lo que falló fue un sistema que estamos transformando sin adaptar bien sus fundamentos. Y nos impide preguntarnos qué se hizo mal y qué hay que cambiar para que no vuelva a pasar.

Porque esto no fue un fallo aislado. Fue un fallo multisistémico: una red cada vez más alimentada por renovables sin capacidad de amortiguación, una infraestructura sin inversión suficiente en almacenamiento, una gobernanza que reacciona más que planifica. Y, sobre todo, una narrativa política que prefiere simplificar antes que asumir el reto de hacer las cosas bien.

España ha avanzado mucho en la incorporación de energías renovables: sol y viento nos permiten producir electricidad limpia y abundante, siempre subvencionado con el dinero de todos los españoles. Lo mínimo es hacerlo adecuadamente. Porque la electricidad no es como el agua: no se almacena fácilmente, lo que se produce tiene que igualar exactamente lo que se consume, segundo a segundo.

La electricidad no es como el agua: no se almacena fácilmente, lo que se produce tiene que igualar exactamente lo que se consume, segundo a segundo

Y eso requiere algo más que generar energía: requiere estabilidad. Esa estabilidad la daba, tradicionalmente, la “inercia” del sistema: las grandes centrales térmicas, hidráulicas o nucleares funcionaban con generadores que giraban como enormes volantes de inercia. Si algo fallaba, esa masa rotante amortiguaba la sacudida. Pero las renovables modernas no proporcionan inercia. Si hay una perturbación, no resisten: se desconectan. Eso es lo que ocurrió ayer. Fue un colapso técnico, no un complot empresarial.

Por eso hablar de “culpa de las eléctricas” es desviar el foco. Lo que falló fue un diseño de sistema que no está preparado aún para depender tan intensamente de fuentes que, aunque limpias, necesitan más que eslóganes electorales y postureo. El previsible estribillo habitual: “esto pasa porque la electricidad está en manos privadas” no es exacto, y lo que es peor: no ayuda. Red Eléctrica de España, que gestiona la red de transporte y el equilibrio del sistema, no es una empresa puramente privada. El Estado mantiene una participación relevante, y su función es técnica, no comercial. 

Y aquí conviene matizar una idea que damos muchas veces por supuesta: hay que priorizar las energías renovables. ¿Seguro? La verdadera prioridad es garantizar el suministro a los ciudadanos, en condiciones de estabilidad, calidad y precio justo. Lo ideal sería que eso lo pudiéramos hacer con renovables, si es cierto que son mejores para el futuro del entorno. Pero si, en su forma actual, no garantizan ese suministro, entonces lo prioritario no es la fuente, sino el resultado.

¿Estamos dispuestos a frenar el desarrollo económico y tecnológico, por ejemplo, de la inteligencia artificial, los centros de datos, o las nuevas herramientas médicas, para poder decir que usamos solo renovables? ¿O preferimos avanzar en bienestar y progreso mientras seguimos adaptando el sistema energético de forma inteligente, sin dogmas ni parches? Transformar esta pregunta, que es técnica y compleja, en una batalla ideológica es una forma de infantilizar el debate. Y lo infantil, en política energética, suele salir caro. Sobre todo, para los ciudadanos que se quedan sin luz.

Sin embargo, parte de la ciudadanía puede verse seducida por la propuesta de la cesión del suministro eléctrico al Estado. Porque, que el Estado debería encargarse de todo, es una idea que en su cabeza suena espectacular. La realidad nos dice otra cosa. Que se nacionalice la electricidad, que se cree un “Ministerio de la Luz”, sería un “back to Franco”, otro más, del Gobierno de Sánchez. Un retorno al pasado que no es legal.

Lo que falló fue un diseño de sistema que no está preparado aún para depender tan intensamente de fuentes que, aunque limpias, necesitan más que eslóganes electorales y postureo

El sistema eléctrico español forma parte de un marco europeo que se basa en tres pilares: competencia en generación, neutralidad en la red de transporte, e independencia regulatoria. Eso significa que no se puede politizar el sistema energético, ni someterlo al vaivén del poder de turno. Nacionalizar la electricidad no solo iría contra las directrices de la Unión Europea: iría contra el principio mismo de un sistema pensado para funcionar con reglas estables, inversión privada y supervisión pública eficaz.

Y lo más importante: nacionalizar no arregla el problema técnico. Podríamos tener una empresa 100% pública gestionando la red, y si no invertimos en almacenamiento, en regulación de frecuencia, en planificación del mix, el resultado sería exactamente el mismo: un apagón, pero esta vez con firma estatal.

Lo que necesitamos no es un Estado propietario, sino un Estado competente, lo que para muchos es una contradicción en términos. Si queremos un sistema basado en renovables debemos dotarlo de los elementos que hoy le faltan: almacenamiento, respaldo flexible, planificación técnica y regulación eficaz. Eso requiere dinero y decisión.

Y si los fondos públicos se destinan a otras prioridades, entonces toca sincerarse: hay que redistribuir el gasto, asumir que la transición será más lenta y apostar por la energía nuclear. Lo que no podemos hacer es exigir energía limpia, barata y estable, sin hacer los deberes que esa estabilidad exige. La transición energética no es un eslogan. Es una obra de ingeniería que, si no se planifica bien, puede dejarnos a oscuras, eso sí, con un flamante Ministerio de la Luz.