El presidente francés, Emmanuel Macron, plantea desafiar al todopoderoso gigante estadounidense con una propuesta que, a primera vista, podría considerarse sorprendente: regular de forma muchísimo más dura los datos y las actividades de las grandes compañías tecnológicas norteamericanas como respuesta a la política de aranceles de la Administración de Donald Trump. Y si observamos con detalle las tendencias en política internacional y el modo en que los países tratan de proteger sus sectores estratégicos, la jugada de Emmanuel Macron resulta completamente coherente, y hasta cierto punto inevitable.
Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, los desencuentros comerciales con Europa han pasado de la mera conjetura al desprecio absoluto y al choque frontal. El uso de aranceles se ha convertido en un arma arrojadiza que no solo termina con la tradicional relación transatlántica, sino que golpea directamente el entramado industrial y económico de países que, hasta hace no tanto, consideraban a Estados Unidos un aliado cercano. La tensión ha ido escalando en distintos frentes, y la tecnología –en concreto, los grandes servicios digitales que tanto influyen en la vida cotidiana y distribuyen el llamado soft power norteamericano– aparece como el siguiente campo de batalla.
Algunos podrían pensar que un enfrentamiento de este tipo es desproporcionado. Al fin y al cabo, Francia, pese a ser una potencia europea de primer nivel, no está, ni de lejos, en condiciones de igualar el poderío económico de los gigantes digitales de Silicon Valley o las posibilidades de presión de la Administración estadounidense.
Sin embargo, la propuesta de regular los datos y las prácticas comerciales de esas grandes compañías se basa en una lógica: si la Casa Blanca recurre a los aranceles para golpear a las exportaciones europeas, ¿por qué no contraatacar con una regulación firme que incida en aquello que resulta tan estratégico para las Big Tech, como es su acceso masivo a la información de los usuarios?
Esta idea conecta con la tradición europea de instaurar normativas que, con mayor o menor éxito, buscan proteger derechos fundamentales y fomentar cierta competencia en el mercado digital. Desde las primeras leyes de privacidad hasta el célebre Reglamento General de Protección de Datos, Europa ha procurado actuar como un contrapeso frente a quienes pretenden explotar la información de los usuarios sin apenas rendir cuentas.
Francia, pese a ser una potencia europea de primer nivel, no está, ni de lejos, en condiciones de igualar el poderío económico de los gigantes digitales de Silicon Valley
El problema es que, en un mundo tan interconectado, es imposible trazar fronteras claras que no generen repercusiones globales. Y en una economía en la que la principal moneda de cambio es el dato, si se frenan o se obstaculizan los flujos de información, pueden desatarse reacciones en cadena.
Durante los últimos días, además, se ha visto un descenso significativo en los valores bursátiles de compañías tecnológicas y de las criptomonedas, un síntoma de la incertidumbre que generan las guerras comerciales. Si Francia decide seguir adelante con su represalia regulatoria, es muy posible que otras naciones europeas apoyen la iniciativa, ya sea de manera coordinada a través de la Unión Europea, o implementando medidas análogas en sus legislaciones nacionales.
La idea de un gran mercado común reforzando la mano reguladora no es descabellada. De hecho, hay voces que reclaman una política unitaria que contrarreste el poder de las plataformas digitales, cuya influencia se extiende a publicidad, comercio electrónico, redes sociales y un largo etcétera.
Por supuesto, el debate no está libre de complicaciones. En primer lugar, muchas de esas empresas tecnológicas operan en Europa ofreciendo multitud de servicios que ciudadanos y gobiernos usan a diario. La pregunta que ronda a algunos legisladores es: ¿hasta qué punto conviene tensionar la relación con compañías que, a la vez, gestionan infraestructuras críticas o proveen soluciones esenciales para la economía digital? La respuesta no es trivial. Algunos temen que un aumento de la presión regulatoria pueda llevar a represalias desde el otro lado del Atlántico o incluso a la pérdida de inversiones e innovación.
Por otro lado, la propia ciudadanía europea se ve dividida: por un lado, muchos celebran la defensa de los datos personales y la lucha contra prácticas monopolísticas; por otro, el temor a que este tipo de choques escale hacia una suerte de aislamiento tecnológico empieza a ser real. Nadie quiere quedar desconectado de servicios globales o sufrir sobrecostes en la adquisición de productos digitales. El equilibrio entre proteger los intereses europeos y no caer en posiciones abiertamente proteccionistas es cada vez más delicado.
La idea de un gran mercado común reforzando la mano reguladora no es descabellada
Frente a esta situación, las grandes compañías tecnológicas actúan con cautela. Saben que no pueden perder el inmenso mercado europeo, ni tampoco ignorar la creciente presión por parte de la Unión Europea para revisar sus prácticas, reforzar el pago de impuestos y velar por la privacidad de los usuarios. Sin embargo, no resulta sencillo imponer reglas a gigantes capaces de movilizar ejércitos de abogados y lobbies con la habilidad de bloquear leyes, retrasar su aplicación o suavizar su alcance.
La propuesta de Francia, por tanto, no solo es una represalia puntual contra los aranceles de Trump. Es la confirmación de una tendencia más amplia: la búsqueda de la “soberanía digital” en Europa. El Viejo Continente parece decidido a dejar de ser un mero espectador en la pugna tecnológica global, en la que Estados Unidos y China llevan años marcando el paso. Con la pandemia, quedó más patente que nunca la dependencia europea de proveedores de fuera, tanto en hardware como en software, y ahora emerge una voluntad de impulsar políticas que garanticen cierta autonomía estratégica.
Que esta voluntad se materialice en acciones efectivas o se quede en declaraciones será una de las grandes cuestiones de los próximos meses. El futuro nos deparará múltiples escenarios, desde un acuerdo negociado en el último minuto hasta la profundización de la brecha transatlántica.
Lo que sí está claro es que la tensión comercial y tecnológica se ha instalado en nuestras agendas políticas y económicas. Si el arancel era el “mazazo” preferido de Trump, la respuesta francesa podría convertirse en el primer gran capítulo de un libro que Europa lleva tiempo queriendo escribir: el del control sobre los datos y el uso que de ellos hacen las grandes empresas. Y, en ese texto, hay muchos dispuestos a tomar la pluma.
***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.