El ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, José Luis Escrivá.

El ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, José Luis Escrivá. EP

La tribuna

Buenismo, inmigración, pensiones y extrema derecha

12 abril, 2024 02:17

La gran verdad es que la Seguridad Social necesita aumentar de modo significativo su número de cotizantes a fin de poder asumir el pago de las pensiones de los boomers de los sesenta que ya hemos empezado a jubilarnos. Y la gran falacia es que ese objetivo insoslayable, el de conseguir la sostenibilidad financiera permanente del sistema de pensiones, se va a lograr por la muy pedestre vía de abrir de modo indiscriminado las fronteras de España a la inmigración extracomunitaria procedente de países subdesarrollados.

Sin embargo, he ahí la coartada intelectual común que hoy comparten tanto el progresismo buenista, siempre tan aferrado a su  universalismo tardoadolescente y naif, como los liberales de la derecha economicista, apenas capaces por su parte de ver en un fenómeno tan problemático y complejo como el de las migraciones transcontinentales su dimensión de ejército de reserva, por decirlo en términos marxistas, para presionar los salarios a la baja. Es esa convergencia tácita de fondo, la que subyace bajo la retórica oficial sobre la importancia de reforzar el control del acceso a la Unión Europea por parte de personas procedentes de otros territorios, lo que explica que solo la extrema derecha se haya opuesto en el Parlamento a la iniciativa legislativa popular con la que sus promotores pretenden premiar, vía regularización masiva, la arribada ilegal a territorio español de más de medio millón de infractores de la normativa de fronteras.

Ya sería, por cierto, la décima vez que en España volviera a recurrirse a ese procedimiento extraordinario, el de la regularización colectiva. Y todo ello cuando apenas han transcurrido seis meses desde que en la cumbre europea de Granada se acordó intensificar la cooperación entre los países del continente para combatir el fenómeno de las migraciones ilegales.

En ese contexto de diglosia argumental, la que permite tanto al Gobierno como al Partido Popular sostener al mismo tiempo dos discursos contradictorios entre sí sobre una misma materia, la postura institucional de España, asumida de forma pública y expresa por el presidente Sánchez en su momento, es la de propiciar el asentamiento de un promedio anual de 255.000 nuevos trabajadores extranjeros hasta el año 2050. 

Un flujo que en términos agregados supondría la arribada de un total de 7.395.000 personas procedentes del exterior; cifra que habría que sumar a los otros siete millones, entre legales e ilegales, que ya residen ahora mismo en España. Acoger en un país de tamaño mediano a catorce millones de nuevos habitantes, cifra a la que procederá añadir los ulteriores reagrupamientos familiares, no supone una cuestión baladí. Y menos cuando el acceso a la vivienda o el deterioro progresivo de servicios públicos esenciales, como por ejemplo el de la enseñanza, empieza a suponer un lastre serio cara a la viabilidad futura de nuestro modesto estado del bienestar. 

Un flujo que en términos agregados supondría la arribada de un total de 7.395.000 personas procedentes del exterior

De ahí que resulte inaceptable ese permanente chantaje implícito, el que nos hurta un debate serio sobre la cuestión migratoria con el argumento de que sería dar alas a la xenofobia y el populismo de la extrema derecha. Un debate, ese perentorio, en el que ministro Escrivá, principal mentor intelectual de la doctrina del Gobierno, pudiera explicarnos qué sentido tendría volver a repetir otra vez la secuencia poblacional de tiempos de la burbuja. Por aquel entonces, recuérdese, España consumó el hito asombroso de generar por sí sola nada menos que un tercio de los puestos de trabajo creados ex novo en el conjunto de la Unión Europea. 

Y ello mientras la tasa de desempleo doméstico permanecía inalterada, con niveles de desocupación entre los nacionales que en ningún momento bajó de los casi dos millones de demandantes de empleo, algo mucho más asombroso aún. Por lo demás, el argumento canónico era que aquellos cinco millones de inmigrantes, el grueso de los cuales provisto de escasa o nula cualificación profesional, nos iban a resolver el  problema acuciante de las pensiones con sus ocupaciones laborales precarias y sus salarios ínfimos. La misma tesis recurrente que se nos recita ahora. 

Por lo demás, ¿cómo entender que en el país líder de modo crónico en el ranking del paro entre los estados miembros de la OCDE, España por más señas, se haya impuesto de forma tan generalizada la convención de que resulta perentorio incorporar a millones de inmigrantes al aparato productivo? Porque una cuestión es el declive demográfico cierto del país, problema cuya solución óptima y obvia pasa por incorporar a hispanoamericanos - que comparten tanto el idioma como los rasgos esenciales de nuestra cultura nacional -, y otra bien distinta pretender que la arribada no selectiva de millones de trabajadores manuales procedentes del Tercer Mundo puede implicar algo más que problemas a medio y largo plazo, en particular para reconducir el modelo productivo español hacia los sectores propios de las naciones punteras de Occidente. 

Y es que, lejos de resolver el problema de la sostenibilidad financiera de nuestro sistema de protección social, el crecimiento exponencial del número de trabajadores extracomunitarios no cualificados está llamado a generar a la larga justo el efecto contrario. Porque si algo nos enseña la historia económica comparada de los dos últimos siglos es que en el capitalismo no caben ni los autoengaños ni los atajos. Igual que la sostenibilidad de las pensiones, nuestro sistema de protección social únicamente resultará viable en el futuro si logramos que la productividad del conjunto de la economía aumente y tienda a igualarse con la propia de los países centrales. Y no hay ningún otro camino. Solo ese.

*** José García Domínguez es economista.

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