En 1819, el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, John Marshall, afirmó que “el poder fiscal implica el poder de destruir”. Esta tesis ha tenido una amplia recepción en los economistas cuando han analizado la capacidad destructora de riqueza derivada de una fiscalidad depredadora. También, numerosos filósofos políticos han incidido en la reducción de la libertad derivada de unos impuestos excesivos que se apropian de los frutos del trabajo, del ahorro y de la inversión restringiendo la posibilidad de los individuos de disponer de los recursos ganados con su esfuerzo para vivir como desean en vez de como quiere el Gobierno.

Sin embargo, se ha prestado una menor atención al uso del poder fiscal, depositado en el Gobierno, como un instrumento para atemorizar y castigar a sus adversarios causándoles un daño directo, colateral o intimidándolos. Este ha sido un método habitual empleado por los regímenes autoritarios y totalitarios contra los disidentes. La España del siglo XXI, aún una democracia occidental, está siendo testigo de un caso de esta naturaleza con la única finalidad de destrozar a la presidenta de la Comunidad de Madrid por los supuestos delitos contra la Hacienda Pública cometidos por su pareja.

Esta situación no ocurre en el vacío, sino es consecuencia de la trayectoria de un organismo, la Agencia Tributaria (AETA), que de manera progresiva se ha convertido de facto en un Estado dentro del Estado en el cual la arbitrariedad es regla, el trato al contribuyente es el de un súbdito y en el que la presunción de inocencia, como en la vieja Inquisición, brilla por su ausencia ante la presunta culpabilidad de cualquier individuo frente al fisco. El Estatuto de los Derechos del Contribuyente elaborado por el Gobierno Aznar es papel higiénico.

Eso no significa, por supuesto, que no haya inspectores probos y cumplidores de la ley, pero la atmosfera que rodea a la AETA está absolutamente viciada, entre otras cosas, por un sistema de incentivos opaco y perverso que estimula el sancionar a los contribuyentes con la expectativa de que, por falta de recursos o por el coste de un largo proceso contra sus resoluciones, desistan de defender sus derechos y se avengan a un trato-chantaje calificable de mafioso. Cuando los contribuyentes se atreven a ir a los tribunales y afrontar los costes de hacerlo, Hacienda pierde el 40% de los casos. Esta es la triste realidad de la prepotencia de la AETA y de la indefensión del contribuyente, ilustrada por la experiencia de muchísimos españoles.

En este marco, la combinación de la AETA con una Fiscalía controlada por el Gobierno constituye un poderoso medio de terror y de represión. Aquí se sitúa el caso de la pareja de la presidenta Ayuso que, como ha señalado el gran Ignacio Ruiz-Jarabo, uno de los mayores expertos españoles en materia fiscal, “apunta a la utilización fraudulenta por el Gobierno de una información tributaria de un contribuyente, el novio de Díaz Ayuso, con un fin partidista”. La actuación de la entente AETA-Fiscalía-ministro de Hacienda rompe cualquier criterio de debido proceso en un Estado de Derecho y traspasa todas las líneas rojas.

El Gobierno está empleando un órgano del Estado, la EATA, para inculpar a un ciudadano ligado por relaciones personales a la presidenta de la CAM cuyo Gobierno no tiene participación alguna en las hipotéticas acciones irregulares cometidas por aquél, cuya acreditación es tan neblinosa como un invierno londinense. Esta actuación muestra con una claridad meridiana, una vez más, la disposición del Gobierno a cometer cualquier ilegalidad para conseguir sus objetivos. Esto no sólo ha de ser denunciado ante la opinión pública, sino ante la justicia. 

Cuando los contribuyentes se atreven a ir a los tribunales y afrontar los costes de hacerlo, Hacienda pierde el 40% de los casos

España está gobernada por una banda sin escrúpulos dispuesta a emplear todos los resortes del poder para destruir a sus rivales. No tienen límite alguno y, por tanto, nadie puede estar seguro ni sentirse protegido ante la arbitrariedad gubernamental. Cualquier ciudadano es víctima potencial de un Ejecutivo acorralado y desesperado si sus dirigentes consideran que es o puede ser una amenaza. Se están atravesando todos los umbrales que hacen del imperio de la ley y no del capricho de los gobernantes la esencia de una sociedad libre.

Y toda esta orgía de un poder enloquecido y arrinconado se produce de manera “casual” cuando el Gabinete social-comunista se ve cercado por uno de los mayores escándalos de la historia de España: la concesión de beneficios procedentes de la corrupción a personas y grupos próximos al Gobierno. En medio de una mortandad inédita en la historia de España, la causada por la pandemia, un grupo de facinerosos se enriquecieron e intentan desplazar el foco de atención de sus crímenes hacia quien pasa por ahí.

Escribir esto en una España cada vez más cercana a una república bananera es peligroso. Quien denuncie los abusos de la maquinaria tributaria ha de asumir el riesgo de que hoy, mañana o pasado la Gestapo fiscal le visite y le someta a todo tipo de comprobaciones, inspecciones y veladas amenazas. Todos los españoles somos sospechosos ante un Gobierno que no acepta la disidencia, considera enemigos a quienes le critican y está dispuesto a hacer lo que sea preciso para silenciarlos.