Tractores llegan por la autovía A-27 al puerto de Tarragona, a 13 de febrero de 2024, en Tarragona, Catalunya (España).

Tractores llegan por la autovía A-27 al puerto de Tarragona, a 13 de febrero de 2024, en Tarragona, Catalunya (España). EP

La tribuna

Tractores, proteccionismo y extrema derecha

16 febrero, 2024 02:22

A lo largo de toda Europa, y España no supone una excepción, arrecian las protestas corporativas de los agricultores frente a la amenaza que supondría para sus intereses un aumento súbito de la competencia en la eventualidad de que la UE suscriba ese famoso acuerdo de libre comercio con el Mercosur que ya lleva veinte años en eterno proceso de negociación. Una irritación proteccionista, la del campo insurgente, que también azuza la reciente decisión de Bruselas de abrir las aduanas del mercado interno comunitario, y sin restricciones de ningún tipo, a la enorme - y baratísima- producción agropecuaria ucraniana. 

Enfado colectivo, en fin, que se suma al previo que ya de antiguo venía provocando en el sector la puerta franca a las importaciones hortofrutícolas procedentes del Magreb. Y es que a los agricultores europeos, exactamente igual que al resto de los ciudadanos del continente que nos dedicamos a otras actividades profesionales distintas, no les gusta la competencia. Si bien por razones en parte justificadas -pero solo en parte- , ellos, a diferencia de lo que nos complacería a todos los demás, han conseguido que su rechazo a la libre concurrencia encuentre amparo en las normas legales que regulan el comercio. 

Pues, pese a existir poderosos argumentos liberales con los que refutar intelectualmente la mayoría de sus demandas solipsistas, hay al menos dos alternativos que, en cambio, sí justifican el que su actividad reciba un tratamiento regulador diferente al común. El primero de esos argumentos resulta obvio - o debería serlo- y remite a un imperativo crítico vinculado a la seguridad vital estratégica. Europa necesita, y de modo insoslayable, disponer de soberanía alimentaria por la simple razón de que, en caso  contrario, la mayor parte de su población podría llegar a perecer de hambre en una hipótesis de confrontación bélica. 

Ese es un argumento crítico ante el que ni siquiera los más furibundos devotos del libre mercado podrían oponer alguna objeción mínimamente sensata. No tan evidente como el anterior, el segundo aval lógico a lo que podríamos llamar la excepción campesina se remonta nada menos que al siglo XVII. Fue por aquel entonces, hace tres siglos y pico, cuando un tal Gregory King constató de modo estadístico que los mercados de productos agrícolas tienden a comportarse de un modo diferente al normal entre el resto de las mercancías que se compran y venden. 

Lo que observó el tal King en Inglaterra fue el mismo fenómeno singular que se seguiría produciendo hasta el tiempo presente, a saber, que en los bienes agrícolas, al contrario  de lo que ocurre con los otros, los desajustes temporales entre las cantidades producidas y las cantidades demandadas no tienden al equilibrio, sino al revés. Es sabido que cuando la oferta resulta más alta que la demanda, lo normal consiste en que los precios y las cantidades producidas bajen. Y viceversa. Pero en la agricultura sucede otra cosa. 

Europa necesita, y de modo insoslayable, disponer de soberanía alimentaria

Si el precio de los televisores cae en el mercado, las marcas de televisores fabrican menos unidades. Sin embargo, si el que cae es el precio del trigo o de la soja, los agricultores aumentan la producción para tratar de compensar por esa vía la disminución de sus ingresos. Y de ahí que los mercados de televisores no tiendan a ser caóticos, pero los agrícolas sí.

A eso se le llama ley de King y supone una justificación razonable para avalar la intervención estatal reguladora en ese tipo especial de mercado. He ahí, por lo demás, el sustento argumental de fondo que explica la continuidad ininterrumpida en el tiempo de las políticas agrarias proteccionistas norteamericanas puestas en marcha por el New Deal de Roosevelt. 

Un intervencionismo transversal, esto es compartido por demócratas y republicanos, que nunca se llegó a poner en cuestión tras el triunfo del paradigma neoliberal a partir de la llegada de Reagan en la década de los ochenta. Después de Reagan, tanto Bush como Obama, Trump y Biden mantendrían la regulación estatal de la agricultura como vía de garantizar la seguridad alimentaria del país.

Así las cosas, la filosofía de la política agraria norteamericana resulta muy similar a la que ahora mismo practica la Unión Europea (se basan ambas en ofrecer precios mínimos de garantía para sostener las rentas del campo). 

Con la única diferencia de que nunca nadie ha visto en las pantallas de televisión las principales autopistas de los Estados Unidos bloqueadas por decenas de miles de tractoristas furiosos, el paisaje hoy cotidiano en la UE. Un definitivo absurdo lógico, el que uno de los mayores exportadores de productos agrícolas del mundo tenga que destinar cerca de la mitad de su presupuesto institucional a ese sector con el resultado último de que los beneficiarios de los fondos se mantengan en permanente pie de guerra, cuyo origen último nadie quiere señalar. 

Trump y Biden mantendrían la regulación estatal de la agricultura como vía de garantizar la seguridad alimentaria del país

Porque, frente al populismo romántico de la aldea mítica y centenaria, el de las demagógicas loas a la tradición campestre, ese mismo en el que ahora ha encontrado un filón electoral la extrema derecha, no hay dirigente político que se atreva contraponer los fundamentos más elementales de la racionalidad económica. Una racionalidad elemental, la que indica que la eficiencia depende de la escala de producción, o sea del tamaño de las explotaciones, a la que la agricultura norteamericana se somete, pero la europea no. Esa es la genuina almendra del problema. La única. 

Todo lo demás, empezando por las coartadas ecológicas de rigor, no son más que cortinas de humo propagandístico para seguir ocultándonos la realidad a nosotros mismos. Vox empapeló hace un par de años las estaciones del metro de Madrid con unos carteles en los que se aseguraba que cada menor marroquí tutelado en España nos cuesta 4.700 euros al mes ( la cifra real en la Comunidad de Madrid anda muy cerca: 4.200 euros). ¿No nos saldría mucho más barato que pudieran labrarse un futuro digno en las granjas de Marruecos ayudando en las tareas del campo a su país?

*** José García Domínguez es economista.

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